Desperté poco antes del alba, todavía revuelto por las mil impresiones vividas el día anterior. No se duerme igual tras un día en que has presenciado un tiroteo, te han apuntado directamente a la cabeza con varios rifles y has sido despertado por un coche bomba. Poco después del amanecer, pasada ya la hora del toque de queda establecido esos días por el ejército, me despedí de los habitantes la casa-barco donde había pernoctado encaminándome hacia la estación de bus de Srinagar. Los militares ya me informaron de que no sabían bien qué trascendencia tenía el coche bomba del día anterior, y ya que en el caso de que sucediese cualquier cosa, era igual de probable que lo hiciese en la carretera dirección Norte que Sur, no dudé en embarcarme camino a Leh, la capital histórica de Laddahk, el pequeño Tibet, territorio que había motivado mi viaje a la Cachemira y que ahora cuento como mi “preferido” de todos cuanto conozco. En un inglés casi inentendible tuve la primera sorpresa del día: “Full my friend, bus full, sorry friend”. El autobús estaba completo, y el siguiente no partiría hasta tres días después, caso de que no siguiesen las tensiones armadas. Pensando que llegaría antes en autostop y barajando mis posibilidades, pregunté en privado al conductor y sus ocupantes, implorando que me dejasen ir en techo junto a la mercancía, en los pasillos como siempre ocurre en este país o que alguien compartiese su asiento conmigo, el conductor accedió a dejarme montar en el estrecho espacio entre su asiento y la pared. Pese a mi delgadez, aquello era incómodo de solemnidad, apenas tendría veinte centímetros para las piernas, pero acepté encantado y sin dudarlo. Un rato después, tras la bendición del bus por varios saddhus -santones que a cambio de algo para comer, imploran a los dioses el buen devenir del viaje-, abandonamos Srinagar.

Los primeros kilómetros resultaron muy vivos por la enorme cantidad de personas que se dirigían a los mercados de Srinagar a vender sus bienes. Algunos lo hacían desde sus canoas a través de los riachuelos que llegan al centro de la ciudad, otros en burro y los más ricos en alguna suerte de vehículo a motor. Poco tardaría en ver con mis propios ojos por qué se afirma que la Cachemira es la zona más militarizada del planeta. Cada par de kilómetros encontraba un cuartel en cuyos patios corrían y se entrenaban soldados. La carretera estaba plagada de controles armados. Frecuentemente entraban en el bus requiriendo a alguno la documentación y había más convoys del ejército hindú circulando que tráfico convencional. Muchos de los soldados parecían, por su aspecto físico, niños. Y nada más lejos de la realidad, muchos jóvenes, tras alistarse en el servicio militar se destinaban a Cachemira ya que al ser más elevado el salario, vivirían más que decentemente una vez regresados a sus provincias de origen, amén de ayudar económicamente a sus familias. Cuesta creer la extrema miseria que se ve en algunas partes de la India cuando se informa uno del porcentaje de presupuesto destinado al que es el tercer ejercito del globo, contando incluso con armamento nuclear.

Mis compañeros en la cabina del conductor. El comienzo de las altas montañas…
Comienza la subida… Llegando a Sonamarg.

Caballos salvajes del Himalaya
Caballos salvajes del Himalaya.

Poco a poco, aunque el camino seguía siendo llano, la carretera se adentró en un valle cuyo verde sólo se rompía por la nieve que permanecía todo el año en las cumbres. Estábamos llegando a Sonamarg, un regalo de la naturaleza en cuyos pastos los hindúes ricos montaban a caballo (una especie pequeña y grasienta para prevenir el frío, natural de esta cordillera), donde tras el control militar tomé un chai con la cuadrilla que nos sentábamos en el compartimento del conductor. Aprovechaba cada parada para estirar las piernas, corriendo por esos campos para contrarrestar la incomodidad del asiento. Reanudamos la marcha, comenzando a subir un puerto por una carreterilla cuyas vistas quitaban el hipo. Al carecer de espacio en la ladera, estaba construida avanzando y retrocediendo unos cincuenta metros, con un espacio ampliado al final para, no sin mil peripecias que cortaban la respiración, conseguir girar el vehículo, y ganar no más de cinco o seis metros de altura. Nadie hablaba en el bus, y hasta los locales que ya conocían sobradamente el camino babeaban ensimismados. Durante dos horas no superamos los cinco kilómetros por hora. La recompensa fue llegar al paso de Zoji-La, a 3528 metros sobre el nivel del mar, en el que todos aplaudimos, cual ovación al conductor, y alguno hasta cantaba agradeciendo a los dioses que hubiéramos llegado tal y como partimos. Desde ese punto, estábamos ya rodando por la que es la que es la carretera motorizada más alta del mundo.

Mientras el conductor hacia algarabías con el autobús para encajarlo entre los estrechos pasos, observé grandes masas de hielo junto a pequeñas cascadas. Se me antojaba extraño el paisaje por vestir manga corta. A la entrada al valle me había apercibido de que azarosamente esparcidos a lo largo de éste se atisbaban pequeños puntitos. Empleé el tiempo que algunos musulmanes del bus dedicaban a una de las obligadas oraciones diarias y reparar el motor (por enésima vez), en acercarme a verles. Eran gitanos venidos del Rajastán, así como refugiados afganos y pakistaníes que durante los meses “calientes” vivían en las laderas de estas montañas himalayáicas. Aprovechaban el agua de los ríos para su limpieza y consumo alimenticio, los niños tenían tan enorme valle como campo de juego, mediante trueque adquirían verduras básicas y ordeñando alguna cabra o yak, leche. Su vida transcurría tranquila. Estaban contentos tras haber podido huir de los conflictos bélicos que azotaban sus paises de origen. Y pese a los enfrentamientos, convivían en estos valles haciendo caso omiso a éstos y apoyándose unos a otros como vecinos de un mismo bloque. En una de las tiendas, parecidas por su arquitectura a las jaimas de los nómadas saharauis, tomé mi primer té cachemirí con una familia afgana, pues uno de ellos hablaba inglés y me traducía el farsi de sus compañeros. Era la primera vez que hablaba con un afgano, la primera vez que pude hablar sobre este país que tantas ganas tengo de conocer con alguien originario de él, y no cabía en mi de gozo. Pese a la piel de gallina que sus testimonios me dejaron, sentía que estaba donde tenía que estar. A diez mil kilómetros de España y como en mi hogar. Creo que hasta ese momento no había sido consciente, por las tantas impresiones vividas en tan poco tiempo, de que estaba en India. Y lo mejor de aquella carretera, estaba por llegar…

Ufff… ¡Como para sacarse el carné aquí!
Refugiados afganos y pakistaníes en sus tiendas. Uno de los tantos campos de entrenamiento militares.

La carretera continuó paralela a la frontera pakistaní, haciéndose los controles tanto más frecuentes a cada kilómetro. Cada vez que se pasaba un pueblo los extranjeros debían registrarse en una oficina, pero siendo yo el único del autobus y para ahorrar tiempo, nunca hacíamos tal parada. La mayoría de la población en esta zona es musulmana, y es más que habitual que los establecimientos y negocios se llamen Mohammed, Mustafá y semejantes. En una de estos poblados, Drass, se ha registrado la segunda temperatura más baja en un lugar habitado de planeta (la primera, para los curiosos, está en Yakutia, Rusia).

Kargil fué el lugar donde el conductor decidió poner punto y final a su jornada laboral. ¡Y qué decisión! Durante la última gran guerra en Cachemira, éste había sido de los lugares más castigados, aunque diez años después la atmósfera en el pueblo era de verdadero cuento, tanto por sus pintorescas calles como por el ambiente que creaban sus habitantes vestidos con túnicas, largas barbas y chalecos de influencia pakistaní. Las dos mezquitas no dejaban de recitar versos coránicos que se escuchaban en cada calle, creándose una auténtica guerra de altavoces entre ambas cuando llegaban las horas de oración común. Las tiendas y restaurantes, diminutos en tamaño, ofrecían comidas aromáticas y picantes, y junto a un puente los carniceros se reunieron antes de caer la tarde para matar a sus animales de acuerdo al rito islámico, que creó un surco de sangre un tanto fétido por toda la calle. Por doscientas rupias (unos tres euros) alquilé junto a quienes compartíamos la cabina del autobus una habitación para pasar la noche, y mientras ellos oraban una vez más, subí a la azotea a hablar con el dueño de la casa. Éste era un estudiante de medicina en Bombay que en verano se sacaba un dinero alquilando las habitaciones. Este techo, aparte de para secar grano y especia, era un perfecto punto panorámico tanto de Kargil, y la inmensidad del valle en que se enclava, como de sus alrededores. Mi joven nuevo amigo apunta con el índice una montaña al fondo, diciendo: “Pakistán”. Creo que debió entender por mi cara que me moría por ver qué había allí, y poco después, cada uno en un burro, partimos hacia dicha montaña. Cruzando un bosquecito llegamos al primer pueblo de este país. Ni frontera, ni visado, ni militares, ni apenas diferencia, a decir verdad, noté con Kargil. Hablé con un panadero, paseé un poco y antes de que cayese la noche tornamos sobre los mismos lomos. Tras cenar con mis compañeros de bus, busqué al imán de la mezquita, que a regañadientes me dejó entrar al estar prohibida para los no practicantes de esta fe. Le argüí que siempre he aprendido de todas las religiones, pues no veo en unas sino complemento de las otras. Tomando un chai me puso al día de los desvaríos políticos de la zona, de los atentados entre sus gentes, del odio de unos a otros y de cómo se gestaba éste, de la organización de las varias facciones rebeldes y paramilitares que azotan estas tierras y las consecuencias sociales que tanto la guerra como las tensiones posteriores habían tenido. Escribiendo el diario que ahora trascribo me quedé dormido como un tronco pese a los ronquidos de mis compañeros.

Preparando el mercado. El imán me tomó esta foto en la mezquita grande de Kargil.

Pakistaní haciendo pan en ¡un horno auténtico!

A las cuatro de la mañana reanudamos el camino. Con las primeras luces del día aparecía ante mi un mundo distinto al del día anterior. Comencé a darme cuenta y recordar, de lo que había leído en libros, que en breve nos uniríamos a una de esas rutas únicas de este nuestro planeta, cuya simple existencia justifica su importancia en la Historia, y que tristemente comienza a desaparecer como tal. No eran los 4147 metros del paso de Fotu-La los que creaban un auténtico “Camino al Cielo”, sino el que la ahora ruta motorizada más alta del planeta fuera otrora un hervidero de peregrinos dirección al Monte Kailash, en Tibet. La recorrían -los meses que el tiempo lo permitía- a pie, o arrastrándose de rodillas mientras realizaban plegarias de acuerdo a la tradición budista tibetana. Intentar comprender desde una perspectiva occidental lo que motiva y mueve a una persona a recorrer arrastrándose cuatro mil kilómetros para bordear dicho monte es algo que roza lo imposible, pero en ello reside parte del encanto del lugar. Los peregrinos portaban siempre en sus manos unos artilugios que al hacerlos girar esparcían las oraciones a su alrededor, daban infinitas vueltas a sus rosarios o cantaban en grupos canciones santas. Además, era entrada a India desde China en una concurrida ruta comercial que más al norte se unía a la famosa Ruta de la Seda. No dejaba de imaginarme a los mercaderes con sus bueyes y yaks arrastrando carruajes de especias, telas, alguna joya y alimentos varios camino de los mercados de Delhi, Karachi o Isfahan.

Rompiendo tajantemente con la atmósfera musulmana del día anterior, sentía que ahora sí que estaba en el tramo final hacia Laddakh, el “pequeño Tibet”. Debido al gélido viento y nieve apenas hay vegetación en estas montañas, estando todas las cimas secas y escarpadas. Si se fijaba bien la vista se distinguían cenobios y monasterios. Más tarde aprendería que los monjes que los habitan se aíslan en comunidad en ellos durante grandes períodos de tiempo, realizando ejercicios de meditación e introspección. Todavía ignoraba que a la vuelta me aventuraría entre las montañas para alcanzar alguno de ellos, y convivir unos días con los eremitas. El perenne viento coqueteaba con las coloridas banderas de oración que se encontraban cada pocos metros, ya fuera a las entradas de los pequeños poblados que se atravesaban (los pocos que remanece de los lugares de descanso que antaño ocupasen los peregrinos) o en los pasos de cada montaña. Algunas paredes tenían esculpidas en la piedra imágenes de Buda y representaciones cósmicas. Todo el mundo vestía a la manera tradicional tibetana. Pese a que hace veinte años que esta zona cesó su hermetismo al mundo exterior, noté que al ser el único extranjero me seguían mirando como si proviniese de otro planeta.

Si hay algo que tiene el que esta carretera no sea más que el anhelo de transitar con vehículos un camino jamás pensado con este propósito (o más bien ‘el camino’, pues no hay otro), son las duras condiciones del firme, la estrechez de la vía, los derrumbes de piedras… Durante el trayecto observé que varios camiones habían caído por algún desfiladero. Fotos como la que acompaña al texto demuestran la pericia que muchos conductores deben superar. Un organismo dependiente del gobierno cachemirí, el BRO (Border Roads Organisation) adecuaba o asfaltaba ahora algunos tramos haciéndolos más seguros. Además, en algunos postes colgaban carteles simpáticos, como “Drinking wisky, driving risky” o “ Speed Thrills, but kills”, “Better be Mr. Late than late, Mr” o mi favorito “Life is a journey, complete it”. Un par de horas después se reveló ante mis ojos el primer monasterio cuya historia me era familiar gracias a algunos libros. Lamayuru,recientemente conocido por los desastres naturales acontecidos en sus inmediaciones y por haber servido de refugio a montañeros y visitantes así como base logística en las operaciones de rescate, uno de los gompas (monasterios) más antiguos de Laddahk colgaba de lo alto de una colina a la que poco a poco nos acercábamos. Junto a el se amontonan algunas casas que sirven de despensa y de alojamiento cuando durante las ceremonias vienen monjes de fuera. Desde allí es fácil acceder al prohibido Valle del Zanskar, donde habita el rey de la tierra homónima. Tras una parada que apenas me dio para curiosear un poco y hablar con algún monje, recogimos a otros pocos que se sentaban entre los sacos del pasillo y seguimos el camino. Un buen rato después un convoy militar nos daba el alto. Aunque no sabíamos bien que pasaba, no parecía haber peligro. Tras media hora comprendimos que habían aprovechado el único ensanche del camino para detener a los vehículos y dejar pasar a una enorme comitiva que desde el Tibet transportaban a un gran Lama al mismo Lamayuru. Sobre los vehículos otros monjes cantaban por altavoces, tocaban tambores y otros instrumentos tradicionales y ondeaban vivamente al aire banderas representativas de este Lama. Era una enorme fiesta sobre ruedas.

En los últimos kilómetros un furioso río descendía paralelo a la pista. Se trataba del Indus, de gran devoción en Tibet y que más abajo se adentraría en Pakistán. Tras una parada para comer, las otras tantas que las averías del autobús o el rezo de sus ocupantes provocaban, alcanzamos a media tarde Leh, una ciudad de historia fascinante que procuraré acercar pronto en otra “Historia de nuestro planeta”. Me sentía un privilegiado por haber recorrido ese trayecto tan único como especial de nuestro globo, cuya belleza y viva historia nunca podré expresar por escrito tal y como la siento, y que siempre recomiendo fervorosamente recorrer a quienes se acerquen por la zona.