Una tormenta de película escondiendo el amanecer, una isla paradisíaca en un horizonte y el barco de madera aproximándose. Recuerdo la imagen con nitidez. Menos claro tengo dónde estuvo el error, y es que cuando pregunté en el puerto cómo llegar al poblado que me dirigía, las respuestas sólo eran caras de póquer o risas. Hendri, con quien ya había hablado aquella noche en el barco, despejó mis dudas: estaba en otra isla. Me había confundido. Curiosa ironía, pues había pasado la noche soñando sin dormir con llegar a Siberut, que ahora me quedaba mucho más cerca en distancia pero más lejos en accesibilidad. El próximo barco hacia Siberut tardaría una semana en zarpar. La congoja tardó poco en ser alegría, cuando fui acogido por Hendri y todos sus amigos como si me conocieran de toda la vida. Baños al amanecer en aguas cristalinas, paseos por el bosque, la peculiar celebración en una iglesia de madera para aquel Domingo de Resurrección y otros regalos rellenaron una semana de espera hasta que, por fin, tomé el siguiente barco. Horas después caminaba por Siberut. Me tomó todo el día encontrar a los guías que buscaba, explicarles mi proyecto y pactar un precio justo. El apretón de manos, aún grasosas por los intestinos recién comidos, me acercaba a un sueño. Al día siguiente partiría al interior de la jungla, a conocer a los últimos supervivientes de la casi extinta tribu mentawai.

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[A veces la vida te deja atrapado en el paraíso. Atardecer mientas espero mi barco]

El primer problema surge incluso antes de partir: no hay combustible en la isla. Tardamos tres horas en encontrar un par de botellas a doble precio que en España. Hubiera maldecido a alguien si pagase semejante atraco en mi país, pero en ese momento poco importaba el sablazo, y es que remontar el río durante varias horas nos ahorra un día de camino. “Hemos tenido mucha suerte”, me dice el guía cuando finalmente zarpamos. No puedo estar más de acuerdo y pienso en qué relativo es todo. No mucho después tenemos agua tanto arriba como debajo de nosotros. Una enorme tormenta empapa todo lo que llevo encima e inunda la embarcación, obligándonos a turnarnos el único plato para achicar agua. Los rayos parten un descolorido cielo. Se escucha el aullido de los monos que veo saltar entre árboles mientras la lluvia rebota queriendo romper la superficie del río que nuestra canoa vertebra a su paso. Conductor, guía y el menda permanecemos ensimismados. El gratuito espectáculo me parece sublime, e inevitablemente vuelvo a recordar la relatividad.

Llegados a cierto punto, bajamos de la canoa y continuamos a pie. Quedan varias horas caminando por suelos que el constante goteo de los árboles sigue empapando, imposibilitando distinguir si aún llueve o no. Mi guía, cada vez más amigo, me sorprende de nuevo con su calidad humana cuando llegados a una pequeña aldea nos alojamos en una casa donde ha creado un hogar para madres viudas y sus hijos. Nos reciben con alegría, arroz blanco y un huevo hervido. El banquete caliente sienta de maravilla, y precede a un sueño que me cuesta evitar mientras anoto impresiones en el diario.

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[Aquí todavía era fácil la cosa, el agua apenas pasa de los tobillos.]

“Espero que hayas descansado”, me advierte mi nuevo amigo mientras abandonamos la aldea. La lluvia de los últimos días complica aún más un camino de por si nada sencillo. Cuestas resbaladizas que nos lleva tiempo subir y bajar, ríos crecidos que cruzamos cuidadosamente a pie con el caudal hasta el pecho y la mochila en la cabeza, barrizales por las rodillas en los que se avanza despacio van dibujando un camino invisible entre la frondosa vegetación. Casualmente aparecen animales entre la maleza. “Esa serpiente no es venenosa, pero la anterior sí”, me dice antes de añadir un “pero tranquilo, los mentawai extraen de las plantas el antídoto para la picadura y no pasa nada”. Sus palabras me recuerdan que atravesamos un lugar especial: una selva cuyas leyes ignoro donde un reducido grupo de personas lleva siglos viviendo. Y lo voy disfrutando como un enano.

Horas después aparece una casa que sirve de hogar a varias familias. Es lo que los mentawai llaman “uma”, y en ésta haremos noche. Con un “analeuita” (“hola” en la lengua local) saludo efusivamente a sus habitantes. Enfatizar los gestos y expresiones en estas situaciones ayuda a romper el hielo. En una esquina observo a un chico durmiendo. Poco después sabemos que lleva días recostado, enfermo, por lo que han llamado a varios sikeres (chamanes) para curarle. Esa misma noche comenzará la ceremonia. Mi propio guía está entusiasmado, pues no es habitual encontrar una así. Yo directamente creo que estoy soñando.

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[La parte frontal de la uma en que dormí los primeros días.]

Un tercer sikere aparece poco después, y entre las risas y sonrisas que maquillan la falta de un idioma en común me acaba llamando “chiripok” (amigo). Los sikeres son tremendamente respetados por la comunidad mentawai, necesitándose varios años para devenir uno. Son un nexo entre la naturaleza y el mundo de los hombres, un vínculo entre dos mundos en íntima relación que para los mentawai tiene connotaciones de sacralidad. De repente se preparan para partir y les pido sin dudar unirme a ellos. No van a un paseo sin más, sino a la búsqueda de plantas con las que elaborar medicina. A juzgar por lo que tardamos el enfermo debe estar pasándolo realmente mal. Recitan unas palabras que evidentemente no entiendo con cada planta que arrancan. Una puntiaguda corteza de árbol sirve como moledor y junto a un río preparan la mezcla.

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[Procesando las plantas recogidas para crear medicina.]

En un instante de lucidez me miré a través de una cámara. Estaba en un archipiélago desprendido de la costa Oeste de Sumatra, en el interior de una selva con tres chamanes de cuerpo tatuado y partes íntimas cubiertas con un taparrabos confeccionado con fibra de árbol, que me aseguraban tajantemente que con las plantas y raíces que estaban recogiendo y la ayuda de un ritual que sólo ellos conocen, curarían al enfermo. Sentí que más que al interior de la jungla, había viajando en el tiempo.

En la jungla con la tribu mentawai

[Los chamanes obtienen de la jungla remedios para casi todo. Incluso anticonceptivos.]

De vuelta en la “uma” acompaño a los niños a buscar la cena al bosque. Camino tan descalzo como ellos, regalándoles la oportunidad para los jocosos comentarios. “A este chaval no le enseñaron a andar de pequeño”, debían decir entre risas. El mayor de ellos, con apenas catorce o quince años tarda escasos instantes en derribar a hachazos un árbol. No lo ha elegido al azar. En su interior aparecen cientos de gusanos del grosor de un dedo gordo que pronto pasarán de comer a ser comidos. Los más pequeños no pueden evitar meterse en la boca uno por cada dos que recogen. “Una vez sobre la lengua, hay que arrancar la cabeza con los dientes y tirarla”, me explican. Tan pronto me ven seguir sus instrucciones dos o tres veces, las risas desaparecen y seguimos “preparando la cena”. Creo que me he ganado su respeto.

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[El asco por otras comidas es un mero prejuicio cultural]

Mientras cenamos, entre la oscuridad del bosque suenan campanas. Las mueve el chamán que faltaba anunciando su regreso. Porta un bambú en que todos centran la mirada y distintas hojas atrapadas en su taparrabos. Me explican de dónde viene y me cuesta creer que haya caminado tanto en una sola jornada. El propio hábitat esculpe en los mentawai un cuerpo de tremenda fuerza y resistencia. La cena acaba rápido y la ceremonia comienza. Yo, sencillamente, no quepo en mí.

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[Cocina de una de las uma en que me acogieron.]

El ritual empieza por atraer a los buenos espíritus a unas flores que creen de su agrado. Varias campanas, cánticos e invocaciones rompen el silencio de la selva. Una vez la atmósfera es propicia, en el mismo fuego que hemos calentado la cena cocinan un polluelo. Ha venido con el chamán dentro del bambú, en un camino de varios kilómetros que separa la casa de un árbol a través del cual se manifiesta un espíritu muy poderoso. Mientras siguen los cánticos y bailes, lo hacen comer al enfermo que en su cansancio es erguido por dos personas. La medicina natural que horas antes he visto preparar, servida en una enorme hoja que hace las veces de vaso, ayuda a bajar la carne.

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[Invocando a algún espíritu para que venga a la planta.]

Pero con ello sólo empieza el ritual. Durante horas llaman mediante versos cantados y bailes a los malos espíritus, animándoles a salir del cuerpo del paciente y entrar en las coloridas plantas que usan como reclamo. Posteriormente las devuelven a la selva para que no interaccionen con los presentes. Son varias las personas que repentinamente entran en trance durante la noche, desplazándose sin control y con violentos movimientos por todo el habitáculo mientras gimen o gritan palabras aleatorias. Durante un rato soy bastante escéptico con el asunto, hasta que empiezo a ver ojos vueltos totalmente blancos en cuerpos que caen al fuego. Aún con cuatro personas es difícil frenarles. En el centro de la uma, los sikerek siguen danzando durante horas cubiertos en sudor, sólo rompiendo su ritmo anárquico para invocar a los malos espíritus a abandonar el cuerpo del enfermo.

Son apenas tres horas las que descansamos. Los mentawai no conciben dormir con el Sol fuera. A las cinco y media, como si nada hubiera ocurrido apenas un rato antes, vuelven a cotillear mientras lían cigarros. Fuman a todas horas indiferentemente de la actividad que practiquen. Comienzan a hacerlo con apenas diez u once años, y son expertos en encontrar las mejores hojas de los árboles locales y liarlas en suaves cortezas de palmera. He obsequiado con varios paquetes de tabaco a mis anfitriones, que siguiendo su instintiva noción de compartir rápidamente han distribuido entre las varias familias de la uma.

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[«Perdón, cerdo, por quitarte la vida, pero necesito de tu espíritu para curar a un enfermo».]

El plan del día suena a repetido, y no puedo alegrarme más. Se volverán a suceder ceremonias para el enfermo, en cuya cara veo -y al tocar su cuerpo menos rígido corroboro-, una tremenda mejora. Ignoro a qué se debe, pero afirma que hace semanas que no se encuentra tan bien. Las danzas son ahora más tranquilas, nadie entra en trance, y la única discordia aparece cuando tras sacrificar un enorme cerdo dos de los chamanes discrepan al intentar leer el futuro en las líneas de su corazón. Esta práctica, habitual en la cultura mentawai, aterroriza a quien recibe un mal pronóstico. Mientras sigue el debate, el animal es cocinado y posteriormente repartido a partes iguales entre las familias presentes.

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[Leyendo el futuro en las vísceras de un cerdo sacrificado]

Al día siguiente, con el enfermo encontrándose aún mejor, los sikeres abandonaron el poblado y yo también me despedí de él. Aún quedaban otras tantas horas de camino de idénticas características al de dos días atrás. Pero sarna con gusto no pica, y aquello no podía resultarme más gustoso. Mojados y cubiertos de barro llegamos finalmente a una uma. Su sikerek rebosaba bonachonería y rápidamente me hace sentir en casa. La decoración del lugar son los cráneos de los animales cazados bien para ceremonias, bien para alimentarse.

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[Caminan descalzos por la jungla a doble velocidad que yo por la calle.]

En su uma aún estuve más días, tratando de entender la cultura, costumbres y peculiar cosmogonía de esta etnia. Intentar conectar con gentes como los mentawai era uno de los motivos que me empujaron a empezar este viaje por Asia. Las mil preguntas que me aparecían cada segundo contrastaban con la tranquila -que no pasiva-, vida de estas gentes. Entre todos aquellos pensamientos y reflexiones, aprendía a cazar en la jungla con flechas envenenadas, a cocinar gusanos, a procesar el sago que comíamos cada día, a trepar árboles o algunas propiedades de plantas. Curiosa paradoja que lo que para los mentawai es rutina significaba para mi cumplir un sueño de la niñez.

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[El sago se muele y enrolla en hojas de bambú antes de ser cocinado]

¿Cuántos años tienes?”, me pregunta el chamán. No hay más que cordialidad y buena intención en su curiosidad, pues los mentawai no tienen noción alguna del tiempo. «¿Y tú?«, respondo. “No sé, quizá cien, quizá ochenta.” La sincera respuesta, que delataría la locura en cualquier otro lugar, no es sino una muestra más del peculiar mundo de estas personas, donde uno es adulto cuando ha madurado lo suficiente y anciano cuando la propia naturaleza lo dicta. Los méritos como la riqueza o liderazgo dependen del propio trabajo. Así, por ejemplo, en un comercio basado en el trueque donde cerdos y gallinas son la moneda frecuente, quien caza dichos animales acumula automáticamente capital.

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[¿Serán los niños felices en la jungla?, me preguntaba. Sus risas respondían.]

Una de las noches, a pesar de lluvia previa, ninguna nube tapaba un manto de estrellas que sólo recuerdo haber visto en el desierto. Me estremecía observar el cielo en semejante detalle, sólo parapetado por el contorno ya negro de de la frondosa selva y el murmullo del constante chismorreo de aquellas gentes de cuento como fondo. “Mira qué bien se ve Orión”. “¿Orión?”, me responden extrañados. Me explican que el “cinturón” de esta constelación es en realidad un semi-dios danzando al ritmo del tambor que dibujan las tres estrellas que nosotros vemos en la pierna derecha del mitológico ser. Entiendo que no estoy sólo bajo otro cielo, sino en otro mundo.

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[Mi sueño de niño hecho realidad: aprender a cazar con arco en la selva]

Mentiría si digo que me costó madrugar el último día. Los mentawai te contagian rápidamente la energía con que viven e inevitablemente sus horarios se vuelven también los tuyos. A las cinco y media comenzaba un camino de vuelta duro de solemnidad. Había que regresar al punto de partida. La palabra civilización, tópica en sí misma, resonaba en mi cabeza. El gobierno indonesio se ha cuidado bien de sacar a los mentawai de la selva que tienen por casa. “Vivir en la jungla y tatuaros el cuerpo es malo, hacerlo en el pueblo y adorar a nuestros dioses es bueno”. No puede entristecerme más ser consciente de que he conocido a la última generación de chamanes mentawai, una de las pocas sociedades neolíticas de nuestro planeta. Personas libres que han aprendido los secretos y bondades de la selva en que nacieron hasta crear un intangible patrimonio que pronto se extinguirá.

Con las zapatillas destrozadas hasta la inutilidad por la selva y tras arrancarme varias sanguijuelas de la piel aparecí horas después en uno de los poblados gubernamentales. Con ello concluía inconscientemente  mi incursión a las tierras mentawai.  No me daba a basto la cabeza. Una vez más he olvidado preguntar o procurar aprender  demasiadas cosas. Culpo a la magia de aquellos días de ensueño a que no me dejase pensar con normalidad. Sólo espero que cuando cumpla mi promesa de volver a visitar a mis ahora amigos mentawai, no sea ya demasiado tarde.