«Lo que el viejo ve por estar sentado, no lo percibe el joven que está de pie»
Proverbio bámbara, Mali.

Una vez hube visitado el norte de Mali y la histórica Tombuctú, decidí dirigirme al sur. En el enclave comercial de Douentza entablé conversación con un camionero que tuvo a bien llevarme con él en su camino durante toda la noche. Ese hombre bajito, de aspecto desaliñado, sandalias rotas y cuerpo poco aseado, resultó ser un personaje cuyas aventuras me mantuvieron despierto toda la noche. Era un experto en sobornos, encuentros con grupos rebeldes y guerrillas, y con toda naturalidad me relataba historias que te dejaban el cuerpo frío mientras sorteaba los tantos baches que la temporada de lluvias había regalado a los caminos malienses. “Una vez, volviendo de Chad, me secuestraron unos locos armados. Acabamos, a la semana, tomando té juntos. Yo les comprendía y ellos a mi. Ahora hasta les llamo cuando paso por su país«. Con comienzos de anécdotas así, nunca encontraba el momento de dormir. Estaba junto a una auténtica enciclopedia de los problemas del Sahel. Nos despedimos en el desvío hacia Djenne, donde comencé a hacer autostop de nuevo. En tres horas no pasó ni un solo vehículo. Fracaso total. En esa misma rotonda, un coche esperaba a las tantas personas que se bajaban de autocares, e iban rellenando su coche. Siendo éste de siete plazas, algo me decía que estando en África, no partiría con menos de doce. Me quedé corto. Terminé siendo el decimocuarto. Sin embargo, incluso cuando arrancó camino de Djenné, aún ignoraba que mi fracaso haciendo dedo sería puerta a una serie de serendipias de las que me alegraría enormemente.

Calle de Djenné.

En las horas de espera había entablado conversación con Plea y Diallo, dos jóvenes malienses que trabajaban en Gao. Plea se dirigía a la boda de su prima y Diallo lo acompañaba. Habían pedido juntos las vacaciones para ese viaje. En lo que tardamos en recorrer los cuarenta kilómetros que nos separaban de Djenne me preguntaron si quería unirme a ellos. ¿Una boda en el Mali rural? ¡Definitivamente, Hermes, la deidad griega de los viajeros, estaba ese día de mi lado!

Nos alojamos en casa de su compañero de trabajo. En el mismo suelo sobre el que dormiríamos nos esperaba una bandeja de arroz con salsa y un bidón de agua del pozo para ducharnos que agradecimos profundamente. “¿Hace mucho que no os veis?”, pregunté. “Esta es la primera vez que lo hacemos”. Sólo nos conocemos por teléfono por asuntos de trabajo. Poco después me enteré de que Diallo tampoco conocía a la prima de Plea, aunque fuera a su boda. La hospitabilidad maliense es así. Tras comer, salimos a conocer la ciudad.

La gran mezquita de barro de Djenne

Calle de Djenne

Calle de Djenne.

Siendo Djenne pequeña, poco tardó en desplegarse ante mi una imagen que se me quedará grabada en la retina para siempre. Poco importan las veces que hayas leído, visto en documentales o escuchado de boca de otros ciertas cosas. El contacto de primera mano con la realidad siempre tiene un efecto único, y justifica sobradamente las tantas cuitas que a veces haya que sortear para llegar a ella. Uno de los iconos que desde pequeño había asociado a Mali, junto con el país dogón, era la gran mezquita de Djenne. Y ahora ese edificio, el más grande del mundo construido en barro, nos dejaba boquiabiertos tanto a mi como a mis dos nuevos amigos. No era el pomposo superlativo con que la describo lo que llamó mi atención, sino el que la ciudad entera se edificase con este material. La gran mezquita simplemente reinaba en altura entre un laberinto de pintorescas calles, con niños correteando, cabras en los patios de las casas, ladrillos de adobe secándose, agricultores volviendo a casa tras la jornada y pequeños puestecillos preparando cenas. Todo ese trajín parecía mantener la esencia del siglo XV, cuando Djenné fuera un punto clave tanto en las rutas comerciales (principalmente de oro y piedras preciosas provenientes del Golfo de Guinea) como en la expansión del Islam en África. Djenne era un sueño en tonos marrones levantado con los materiales más primarios por el que era una delicia pasear.

Tuve suerte de conocer al imán de la mezquita, que charloteaba con sus vecinos en la puerta de su casa. Las enseñanzas que impartía sobre su fe, alejadas de cualquier radicalidad, y siempre desde una perspectiva más espiritual que religiosa, me parecieron ejemplares. “Todas las religiones no son más que diferentes caras de la misma moneda”, concluyó en francés cuando al estar yo presente convirtió el sermón de la tarde en una animada discusión. Me resulta chocante que mientras que los medios de (des)información proclaman el fanatismo de ciertos países, éste incluido, no paro de encontrar entre sus gentes, tanto imanes como ciudadanos de a pie, ejemplos que predican, con más gestos que palabras, todo lo contrario.

A la mañana siguiente nos subimos al único vehículo público dirección a Mougna. Conté veintiséis personas en él, así que pedí al conductor que nos dejase subir al techo. Suelo hacerlo en zonas en que esto es práctica habitual, y es que, aunque la diferencia sea un mero cristal y un par de metros de altura, el recorrer cualquier vía sintiendo el aire del lugar en tu propio rostro, los olores, sonidos (también el polvo, lluvia y fuertes corrientes a veces, sea la verdad dicha), es, para mi  la mejor manera de desplazarse cuando no es a pie. Llegando a Mougna me apercibí de que se celebraba el mercado regional. Todas las personas de las aldeas cercanas acudían a él, ya fuera a comprar o vender. Algunas lo hacían a pie, recorriendo más de quince kilómetros con la mercancía en la cabeza. La frescura ovina se probaba matando al animal allí mismo. El pescado llegaba seco tras recorrer miles de kilómetros desde la costa de otros países. Me dediqué a pasear entre los puestos, intercambiando impresiones con los comerciantes que, sorprendidos de ver a un extranjero, poco tardaron en hacerme “famoso” en todo el pueblo. Su mayúscula curiosidad por mi día a día, religión, opinión de su tierras y cómo había llegado allí duplicaba, por enorme que fuera, la mía.

Camino del mercado de Mougna.

Camino del mercado de Mougna.

Camino del mercado de Mougna.

Camino del mercado de Mougna.

El largo camino al mercado.

Camino del mercado de Mougna.

Vista general del mercado de Mougna.

En el mercado.

Primera vista del mercado de Mougna.

Primera vista del mercado.

Sobre la carga de ese vehículo llegué a Mougna.
Sobre ese vehículo llegamos al mercado.

Vendedoras del mercado.
Vendedoras del mercado.

Un hombre con un caballo de cartón jugaba con los niños del mercado.Un hombre con un caballo de cartón jugaba con los niños del mercado.

Una vez el primo de Plea vino a recogernos en un carruaje tirado por unos caballos diminutos, abandonamos Mougna camino de su poblado natal. Plea estaba eufórico, pues hacía varios años que no pasaba “por casa”. Pese a haberse formado en la universidad, hablar cuatro lenguas y trabajar para el gobierno como administrativo, apenas percibía ciento cincuenta dólares mensuales por su trabajo. Así, no le era sencillo afrontar con frecuencia el desembolso monetario de las más de treinta horas de autobús que le separaban de sus padres. Mali es un país eminentemente rural, y me encontraba en la parte más agreste del mismo. Los habitantes de esta zona, como en la gran mayoría de África, viven al día (muchos hasta siguen practicando el trueque), así que durante el camino no paraba de ver campesinos cultivando tierras, carruajes que aún se dirigían al mercado, y apicultores que por un método artesanal, recogían miel de panales que ellos mismos colgaban de árboles. No existen otro tipo de empleos, y éstos, se heredan de padres a hijos. Algunas mujeres también cultivan, aunque la gran mayoría realiza trabajos de costura o procesamiento de alimentos. El fruto de la siembra se consume, intercambia y vende, y así se cubre tanto la alimentación como la economía familiar. La llegada al poblado fue una fiesta. No sólo sus padres estaban contentos de verles de nuevo, sino que toda la familia (que en el contexto africano se traduce en la aldea completa) vino, siguiendo la costumbre, a saludarle. La totalidad de los edificios se levantaban en adobe. Tres paredes de este mismo material escondían una letrina artesana, donde tras ducharme con un cubo, comencé a lavar mi ropa. Escuché un revuelo. Resulta que aquello era “cosa de mujeres”. La sorpresa al verme enjabonar mis prendas fue mayúscula, y cuando explicaba que llevo años haciéndolo, los rostros de cuantos me miraban hablaron sin palabras. Rápidamente llamaron a una de las chicas para que lo hiciera por mi, a lo que me negué. Plea y Diallo me iban traduciendo, ya que aquí ya nadie hablaba francés. Mi mayor sorpresa vino cuando muchos me confesaban que nunca habían visto a nadie de piel blanca. No es que nadie ignorase, evidentemente, otros colores de piel, pero sus miradas, a caballo entre la ternura y la admiración, hacían sentirse a uno un extraterrestre. Esa misma tarde, en otra carreta, nos trasladamos a una aldea cercana, donde tendría lugar la boda.

Llegando en carruaje al pueblo de Plea.

Llegando a la aldea de Plea.

El pozo de agua de la aldea de Plea.

Sacando agua para la aldea.

Con el siguiente amanecer empezaron los días grandes. Días, en plural, porque la boda duró tres. En el primero tuvo lugar la ceremonia islámica, en el segundo la tradicional y el tercero visitamos el juzgado que legalizó a efectos legales el matrimonio. Los tres fueron acompañados de comida y bailes. Siendo esta una zona económicamente humilde, eran los propios invitados quienes con sus regalos creaban el menú. Plea había traído desde Gao unos paquetes de pasta, cus-cus y azúcar. Otros regalaban verduras, y los más pudientes o familiares más cercanos un pollo. Los padres, en un descomunal esfuerzo monetario, aportaron un cordero. Todo se sacrificaba de acuerdo al rito halal e inmediatamente se cocinaba para todos los asistentes.

Desayunando.

Desayunando.

Mezquita donde tuvo lugar la boda islámica.

Mezquita donde tuvo lugar la boda islámica.

Los tres días acontecieron con similar rutina. Temprano desayunábamos juntos. Tras esto, los hombres se reunían bajo un gran árbol, y pasaban media mañana hablando, de igual manera que lo hacían las mujeres en la casa anterior. Luego se llevaba a cabo la ceremonia propiamente dicha, y tras ella volvíamos desde la mezquita o juzgado a la casa de la familia de la novia, donde acontecían todas las celebraciones. Comíamos con las manos, compartiendo bandejas o barreños de arroz con salsa, y los días que había para todos, la carne regalada. Seríamos unos cincuenta comensales. La sobremesa servía para afianzar relaciones entre todos los asistentes, pues casi ninguno se conocía.

Un joven trae un pollo como regalo para el festejo.

El regalo de su familia para la boda.

Sacrificando un cordero, regalo de los padres de Plea.
Sacrificando un cordero, regalo de los padres de Plea.

A mis ojos el segundo día fue el más emotivo. Desde primera hora de la mañana sonaban instrumentos tradicionales acompañados de cantos y bailes por las calles. Posteriormente, ambas familias e invitados se iban saludando uno a uno, diciéndose unas palabras. En esta zona, como en tantas otras de África, cualquier saludo consiste en una retahíla de preguntas del tipo: “¿Qué tal todo?”, “¿Qué tal tu padre?”, “¿Y tu madre?”, “¿Y tus hermanos?”, “¿Y tus vecinos?”, “¿Y la salud de vuestro alcalde?”… Se responde invariablemente algo equivalente a “Todo bien”, sin importar cuán real sea ésto. Cuando me tocaba hablar con alguien que no hablase francés (la gran mayoría, todo sea dicho), acabábamos riéndonos ambos a carcajadas, pues aunque había aprendido a recitar fonéticamente el interminable saludo, o bien me equivocaba o la pronunciación debía de sonarles a chino. Tras todo esto, los padres de los cónyuges hablaban públicamente, uniendo vitaliciamente no sólo a sus hijos, sino a toda la familia. Mientras tanto, los niños seguían tocando instrumentos, cantando y bailando. Siguió la tertulia hasta que caída la tarde, festejamos de nuevo el enlace compartiendo otra cena.

Desayunando.
Una tía de Plea, vestida de gala para la boda.

httpv://www.youtube.com/watch?v=9csvjLsoUvs

Los hombres reunidos bajo un árbol durante la mañana.

Los hombres reunidos bajo un árbol.

La aldea donde tuvo lugar la boda.

La aldea, antes de la boda.

Los novios eran jóvenes y vivían en San, una localidad grande cercana a Burkina Faso, donde se desempeñaban en la radio. Para todos los amigos y familiares reunidos, venidos de todo el país, la boda era un evento que llevaban meses esperando. Vestían sus prendas más elegantes, amén de peinados y tatuajes de henna. Un acontecimiento así supone escribir en sus biografías uno de esos puntos de inflexión de los que años después siguen hablando y mostrándote alguna foto con la misma frescura que el primer día.

La aldea donde tuvo lugar la boda.

Sentado junto a la novia.

Mezquita donde tuvo lugar la boda islámica.

Cocina nupcial.

Mezquita donde tuvo lugar la boda islámica.

Plea junto a algunos miembros de su familia.

La aldea donde tuvo lugar la boda.

Patio de las ceremonias

Una vez concluidos los tres días de boda, decidí seguir moviéndome. Iría a Segou, la capital cultural de Mali. Me insistieron para que me quedase más días, o una semana, ¡y hasta un mes!, pero el viaje era el viaje. Plea me acompañó en una pequeña moto a una aldea cercana donde, una vez acabado el mercado, encontraría fácilmente un vehículo que me llevase a una carretera mayor. Pocas esperas me serían tan placenteras como aquella. Al igual que en Mougna, en este mercado podría encontrarse de todo. Gracias al sincretismo entre el animismo y el Islam, no es difícil encontrar en los mercados a quien venda esqueletos de animales, pieles, órganos o demás partes de cadáveres para realizar conjuros. El marabú (brujo o santón, como suele referírseles el castellano) me contaba cómo los secretos de las plantas, animales y humanos se habían transmitido en herencia en sus familia, generación en generación durante siglos. No era marabú por azar, y prueba de ello eran – me aseguraba – las personas a cuya salud había ayudado.

La aldea donde tuvo lugar la boda.

Puesto animista en el mercado.

Mezquita donde tuvo lugar la boda islámica.

¡África es color!

Una de las mayores lecciones que África me ha dado, tanto en el tiempo que he pasado en sus tierras como en las tantas reflexiones posteriores, es la unión de su gente, el sentido enorme de comunidad, de ayuda desinteresada, de no pensar en uno si no es con el prójimo o el grupo. Meses después de los días que escuetamente resumo en los párrafos anteriores, el hermano de Plea, a quien nunca vi y que trabaja en España recolectando fruta, me llamó para conocerme, aunque fuera telefónicamente.