En la frontera indo-nepalí, donde el Himalaya se aplana y conforma el ecosistema conocido como teraï, se extiende un parque nacional llamado Chitwan. La noche en que sobre la mercancía de un camión llegué a sus afueras, no me di cuenta de la inconmensurable belleza del parque. Localicé a un amigo de alguien que había conocido en Pokhara, y en su cabaña cené lentejas picantes y un huevo duro. El propio sonido de la selva sirvió para que poco tardásemos en dormirnos a pierna suelta,rodeados de una mosquitera.

Antes del amanecer siguiente, A ambos lados de la orilla se observaban tanto coloridas aves como cocodrilos buscando los primeros rayos de sol. Uno de ellos emergió de repente junto a la canoa, sorprendiéndonos a todos. No mediría menos de tres metros. Quise fotografiarlo, hasta que un “Don’t even breath” («Ni respires») acompañado de un golpe seco en el hombro por parte de mi guía me persuadió de no hacerlo. Cuando desapareció, este hombre, nervioso y sudando gota fría, me explicaría que en el parque hay dos especies de cocodrilos. De una de ellas, sólo existen cuatro ejemplares, que suelen violentarse y atacar a cualquier animal sin importar el tamaño. Éste era uno de ellos.

En canoa a la jungla… Cerca de aquí bajaríamos para seguir a pie.

Al par de horas, descendimos. El dueño de la canoa seguiría con ella hasta un pueblo adentrado en la selva, al que llevaba vegetales. Al estar tallada de un enorme tronco,cualquier movimiento brusco desequilibraba la canoa (y te autoregalabas en consecuencia un estupendo baño), así que tenía las piernas dormidas, al no haberlas apenas movido en todo el trayecto. Tuve suerte, pues la noche anterior había dormido en casa de quien luego averigüe era el guía más experto del parque. Le había rogado que al viajar sólo, me llevase a la zonas con mayor probabilidad de ver animales, no importándome caminar más o que fuera el camino más duro. Mientras me apoyaba en un árbol esperando a que la circulación volviera a mis extremidades inferiores, este hombre me explicaba el protocolo a seguir en caso de encontrarnos con ciervos, monos, rinocerontes, elefantes o tigres. Yo fantaseaba con encontrar algunos de esos animales, aún a sabiendas de la dificultad de ver los tres últimos. Y así fue, nos cruzamos con varias manadas de distintas especies de monos. Curiosamente, me explicaron y pude corroborar cómo las hembras cuidan de las crías en ciertas zonas que los machos protegen, y cómo se posicionarn estratégicamente en grupo para desplazarse. Varias veces pude ver ciervos del Himalaya. Si se caminaba silenciosamente, estas especies no huían al acercarse a ellas. Además, excrementos varios, huellas y árboles inclinados indicaban que no hacía mucho que tanto elefantes como rinocerontes habían pasado por el mismo sitio donde estábamos, y aunque me sirvieron para recibir in situ muchas explicaciones y respuestas a las tantas preguntas que se me ocurrían, no vi ninguno de ellos

 Huella de rinoceronte.  Y el rinoceronte…

De frondosidad exuberante, no en vano Chitwan significa en nepali “corazón de la jungla”. Tras unas cuatro horas caminando, llegamos a una torre de madera, en la que un vigilante nos mandó callar. Parecía que había cerca un rinoceronte. Esperamos diez minutos, durante los cuales la flora no se movió ni un ápice. De repente, emergió de entre el pasto un enorme ejemplar. Por muchos documentales que se haya visto uno, la majestuosidad de este animal, con un aspecto ciertamente primitivo, sorprende a cualquiera. Tras un buen rato de deleite, continuamos el camino de vuelta. Al llegar a un río, y supongo que al ver que los locales lo cruzan como si nada, uno asume que el riesgo es nulo, e imagino que de ahí saqué la valentía para remangarme el pantalón y cruzar este tramo pese a estar viendo cocodrilos a unos quince metros tomando el sol tan plácidamente en la orilla.

Cruzando el río a pie, cerca de los cocodrilos. Me pareció ver un lindo gatito…digooo, ¡cocodrilo!

Al volver a donde habíamos partido, seguí un camino de tierra. Unos niños al verme me llamaban desde lejos. Había una serpiente enorme entre los arrozales. Una tontería que le hace a uno darse cuenta de cómo lo que para otros es rutina es novedad para nosotros. Aunque ya no hubiese camino, seguí andando, y siguiendo las indicaciones de los traviesos chavales, llegué un rato después a un poblado tharu. Conocí al hijo del mahaton, nombre que en la cultura de esta etnia recibe el líder de la aldea. Siendo la hora de la comida, arroz con salsa y verduras compartidos de forma comunal sobre una bandeja, fui invitado a unirme a ellos. El mahaton me contaba (o más bien su hijo me traducía) cómo las generaciones anteriores habían lidiado con el hecho de vivir en medio de la jungla. Algún rinoceronte o elefante salvaje entraba de vez en cuando, destrozando toda la aldea, y llevándose a veces alguna vida humana también. Varios hombres y mujeres se reunieron tras comer junto a un edificio que hacía las veces de ofertorio, y cantaron melodías religiosas. Me contaron que las aprendían por tradición oral, y que eran las mismas que los primeros tharu que habitaron aquellas tierras ya cantasen. El gobierno nepalí les había prometido cerrarles el poblado aislándolo de los animales, a cambio de que se inventasen canciones y bailes «con gancho», que resultasen atractivas para extranjeros, sirviendo así de reclamo turístico con el que explotar el parque.

Poblado tharu. Edificios de los poblados tharu.
Las casas de doble planta previenen el ataque de animales. Mi amigo, el hijo del líder local, me introdujo en la cultura tharu.

A media tarde, me interné de nuevo en la selva, cambiando esta vez tanto camino como medio: ¡ iría hacia el sudeste montado sobre un elefante!. Sobra decir que se movía más de lo que desde tierra aparenta, pero la perspectiva de la altura es de agradecer. Cruzábamos los ríos mientras el elefante jugaba con el agua con su trompa, poco pudiendo hacer el maout (el hombre que lo guía) por evitarlo. El elefante aprovechaba el camino para llevarse a la boca todo tipo de plantas. De nuevo sin suerte, los escondidizos elefantes y tigres salvajes no se dejaron ver. Sin embargo, una especie semejante a las aves reales, búfalos y de nuevo manadas y manadas de monos salvajes fueron corrientes durante todo el recorrido.

¡Esto es lo que yo veía de pequeño en las películas! Life from an elephant.

El mismo monzón que se había encargado aquellos días de dejarme sin ver el Everest o los Annapurna, fue responsable de uno de los mayores espectáculos que jamás he presenciado, poniendo en cuestión de segundos toda la selva en movimiento durante casi una hora. Se escuchaban las gotas deformarse furtivamente contra suelo, hojas y ramas. Manadas de monos pasaban, aullando despavoridos, por las ramas encima de nuestras cabezas. Miles de aves, algunas bien grandes, que hasta que llegase la tormenta habían pasado desapercibidas entre el follaje, revoloteaban mientras graznaban buscando cobijo. El cielo, un lienzo que degradaba una gama de grises y púrpuras, se iluminaba con enormes rayos, cuyo sonido resaltaba sobre aquel del agua al caer sobre las copas de los árboles. El elefante, asustado, empezó a corretear también, haciendo que nos tambaleásemos aún más. Hasta el maout estaba sorprendido por la cantidad de lluvia, pues parece ser que ni durante el monzón era normal. Guardé la cámara en una bolsa aislante, y pese a que siempre llevo dinero y pasaporte enrollado en varias bolsas en un portadocumentos escondido bajo mi ropa,se humedecieron igualmente. Ropa interior y calcetines parecían recién salidos de la lavadora.

Afueras de la jungla, poco antes de la tormenta… Búfalos asiáticos pastando cerca de la jungla, poco después de la tormenta.

Al bajarme del elefante, una pareja que conocí me contó cómo esa misma mañana, en un paseo por la selva, un rinoceronte les había perseguido.Cuadrando hora y sitio, resultó que había sido el mismo rinoceronte que yo había visto aquella mañana. Una mamá que temió por su cría. La amiga de esta pareja se había quedado descansando, pues la impresión de ver semejante mole corriendo tras ella, barritando furiosamente e inclinando su cuerno la había impactado sobremanera. (Y no creo que fuera para menos…) Al parecer unas veinticinco personas mueren cada año en Chitwan por ataques animales.