Hasta bastante entrado el pasado siglo, el estado indio de Nagaland seguía siendo uno de esos escasos lugares que desafiaban la rigurosidad de los más estrictos mapas. Una de esas borrosas zonas aún por cartografiar cuyo nombre no trascendía más allá de los círculos de algunas sociedades geográficas europeas, filántropos excéntricos, aventureros lo suficientemente locos o exploradores curiosos. Sus densas junglas se extendían decenas de kilómetros cobijando a varios grupos tribales que, ajenos a la vida más allá de sus verdes fronteras, vivían manteniendo una herencia e identidad cultural relativamente intacta.

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Y la pluralidad y diversidad de ésta no era poca. Desde etnias como los konyacs, conocidos como «cazadores de cabezas»,  que exhibían el rebanado trofeo en los morongs (las casas comunales de cada aldea) y se tatuaban orgullosos motivos geométricos en el rostro por cada sesera arrebatada, hasta aquellos cuya elaborada cosmogonía relacionaba íntimamente cada escisión del alma humana con algún elemento de la naturaleza. U otras tribus cuyo conocimiento de las propiedades curativas de la flora local sigue sorprendiendo a antropólogos y otros expertos.

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Pero nada dura para siempre. En las últimas décadas, misioneros de distintas órdenes han ido adentrándose en los poblados de estas etnias. Hoy, se celebra misa el Domingo y en los asentamientos que visité sonreían cómplicemente al averiguar que en “mi poblado” también hay iglesias. Si bien la luz eléctrica es tan escasa e inestable como la cobertura, los teléfonos móviles empiezan a aparecer, los mecheros ayudan a encender las hogueras en que se cocina y la juventud viste vaqueros y camisetas con mensajes en inglés. Aún así, incluso los más adultos huyen aterrorizados y los niños lloran despavoridos al ver un extranjero de piel blanca entre sus chozas.

¿Quién puede juzgar con clarividencia qué es progreso o desarrollo? ¿Acaso qué es bueno o malo?

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La segunda vez que visité Nagaland me dirigí la capital, Kohima. A pocos kilómetros de ella, siguiendo la ruta que la dio a conocer durante la Segunda Guerra Mundial por la sangrienta batalla que en ella se libró, se celebraba el festival Hornbill. Llamado así por un ave nativa de la zona hoy en extinción, resulta paradójico pensar que un proceso homólogo afecta hoy a los propios protagonistas del festival: las dieciséis tribus del estado, a las que la apertura a las zonas vecinas ha conllevado que comiencen a evaporarse varias de las costumbres y rasgos culturales que modelaban su idiosincrasia.

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Confieso que caminaba al evento con cierto recelo. Ya me pesaba que no corran esos tiempos románticos de expediciones, en las que aún con las dudas morales y éticas que hoy día me surgen sobre ellas, me hubiera encantado enrolarme. Temía encontrar un descafeinado espectáculo para turistas, con actores disfrazados interpretando coreografías tras aburrir al público con algún sermón. Y me alegré enormemente de equivocarme. Evidentemente, el festival no tenía la autenticidad de ver algún ritual, ceremonia o baile en su contexto original, pero tras algunas horas entre sus participantes, a los que la ilusión convertía en niños con cuerpos adultos, sentí la inocente pureza de quienes se reunían sin más razón que disfrutar del legado que genealógicamente han heredado. Cada tribu representaba frente a las otras danzas, juegos populares o festejos varios. Todos reían a carcajadas y aplaudían. No sin cierta ironía, los mismos konyacs que en el año 1992 cortaron la última cabeza escenificaban ahora ante los descendientes de la etnia degollada el mismo ritual con que se embravecían antes de “salir de cacería”. Luego compartirían comida, bebida y risas. Y eso, de alguna manera, también es evolución.

Esos días dejé de ser español para convertirme en naga, y es que la extrema generosidad de estas gentes no me hacía sentir de otra manera. Más curiosos por mi que yo por ellos, no faltaban las invitaciones a probar sus picantes platos mientras se aseguraban de que en el trozo de bambú que usaba como vaso rebosara cerveza de arroz. Veía los espectáculos sentado entre ellos, coreando en sus impronunciables idiomas las canciones e himnos que me enseñaban. Cuando se está a gusto el tiempo vuela, y así, casi sin enterarme, acabó el festival. Entre amigos, me despedí de Nagaland la última noche rodeando una enorme hoguera, bailando con tribus.

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Algunas imágenes del festival Hornbill de Kohima (Nagaland):

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