«O muéstrate como eres, o se como aparentas«.

Mevlana.

En mi infancia vi derviches varias veces en televisión, ignorando quiénes eran esos hombres que en un incesante giro armonioso creaban figuras con las faldas de sus vestidos. Ahora recuerdo cómo en mi ingenuidad pensaba que todo aquello debía ser el baile nacional de Turquía, pues siempre lo relacionaban con este país. Años después, cuando en mi adolescencia leyera a Gurdjieff -alguien que me inspiraría mucho pues viajaba siempre con el propósito de aprender y elevarse espiritualmente-, conocería que los derviches son practicantes del sufismo, es decir, la rama mística del Islam. A las escuelas de sufismo se les llama Tariqas, y la más famosa es la fundada en el siglo XIII por el místico Jalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī, conocido en Turquía como Mevlana, e internacionalmente como Rumí. Cada diciembre se realiza en la ciudad turca en que murió, Konya, un festival que congrega una multitud de sufíes de todo el mundo. En 2011 viví unos meses en dicho país, y tan pronto supe que seguiría allí en Diciembre, comencé a organizar mi visita al festival.

“Agotadas”. “Imposible”. “A ningún precio”. Esa eran la respuestas que recibí en cuantas llamadas, correos y faxes envié intentando conseguir entradas para el festival. En un último intento, me acosté escribiendo un mensaje en los siempre útiles foros de la famosa web Couchsurfing. Al despertar, un correo electrónico confirmaba aquello de que nada es realmente imposible. Ohmer, un joven políglota turco podía conseguir no sólo una entrada para mi, sino para tres amigas más que se apuntaron. Un par de semanas después, tomamos desde Eskişehir, la ciudad turca en que vivíamos, un tren nocturno hacia Konya.


Entrada al fuerte de Konya.


Sala de oración de una mezquita.

Desperté varias veces por los llantos de algún niño, aunque a cambio disfruté del amanecer despuntando sobre las pocas montañas que rompen la planicie de la Anatolia central. El centro de Konya resultó ser bastante manejable a pie, así que, tras un desayuno rápido en el banco de una plaza, visitamos algunos de sus museos y edificios relevantes. El tamaño de sus mezquitas, así como de un fuerte situado en la única colina de la ciudad, atestiguaban tanto como los textos históricos confirman la importancia de la urbe en el pasado. La Konya actual es tranquila, limpia, nada que ver con la bulliciosa Estambul. A la hora acordada, nos dirigimos al complejo donde se desarrollaría la ceremonia. Como si nos conociéramos de toda la vida, nos reunimos con Ohmer, quien nos entregó las entradas y hasta nos presentó a su madre. Todos juntos nos dirigimos al interior de un gran edificio.

Y tras una breve espera, comenzó la Semá. Un numeroso grupo ataviados con túnicas negras y gorros marrones, que metaforizan, respectivamente, su propio ego y tumba, acabarán vestidos de un blanco que alude a la mortaja. Entender una ceremonia tan simbólica, donde literalmente cada movimiento adquiere un significado junto a colores, prendas, posiciones, mientras que los semazens (danzantes) se deslizan haciendo sintonizar sus rotaciones armónicas con la música de fondo y hasta el silencio, no es moco de pavo. Menos lo es comprender que durante la Semah, en un estado de éxtasis, los semazens sientan un alejamiento del mundo para alcanzar a Dios. Se trata de una representación que engloba los tres pilares en los que Rumí sustenta su método de elevamiento espiritual: la música, la poesía y el propio recuerdo. Entrar en más detalles y matices sobre el baile llevaría tiempo, y no es materia de una entrada como esta, pero de forma genérica, puede afirmarse que durante la Semá, con su movimiento giróvago, el derviche pretende evidenciar la naturaleza de la totalidad del universo, desde la macroscópica escala de las galaxias hasta la microscópica dimensión de los átomos. Una línea invisible que representa la verdad, divide el escenario en dos partes, la de lo conocido, y la de lo que no lo es. Y en la unión de ambas, el derviche consigue su ascensión espiritual.

Ser derviche no es fácil. No es un hobbie o un deporte al que uno “se apunta”. Iniciarse en las prácticas esotéricas del sufismo puede estar contraindicado, y en algunos casos, hasta ser peligroso, por tanto ningún musulmán, atraído por el morbo de baile en sí, debe obviar dicho proceso. La danza (no el hecho físico en sí, sino lo que ésta conlleva sobre la persona), si se lleva a cabo correctamente, es fruto de varios años de preparación, pues requiere una estabilidad y conocimiento interior, aparte de la tutela y preparación por un maestro.

Confieso, por todo lo anterior, que hubiera preferido haber presenciado el festival como tarde a comienzos del pasado siglo, y es que con la victoria de Atatürk, un general que creó la República de Turquía, y cuya foto preside hoy día cualquier edificio oficial, clase de colegio y hasta supermercado, los sufíes vieron prohibidas y penadas sus prácticas religiosas, siendo éstas relegadas a la clandestinidad. No obstante, en ciudades concurridas por extranjeros, siguieron llevándose a cabo danzas derviches, como mero reclamo turístico, si bien no por sufíes sino por bailarines. Incluso con la abolición posterior de esta ley, su efecto práctico sigue vigente. En esencia: que comprender el sufismo es mucho más que poder contemplar los bailes de sus derviches, y que los reales, aquellos que aún siguen dotados de un significado, están reservados a los realmente estudiosos y practicantes de dicha rama.

Tras la ceremonia, siendo ya de noche, Ohmer había convocado una pequeña reunión para compartir impresiones sobre la misma. En un típico bar turco, mientras compaginábamos beber te con fumar shisha, llegaron otros invitados, totalmente casuales (aunque cuando tengo encuentros como éste que cuento, a veces dudo de cuán azarosos han sido). Se trataba de dos autoestopistas jóvenes, Adam y Jakub, -el mayor de ellos de veintidos años-, que desde su Dinamarca y Eslovenia natales se habían encontrado en una carretera turca, y se dirigían hasta India a dedo. Les acompañaba Abdulecil, otro turco que viajaba por su país. Con semejante cuadrilla, sobra decir que las conversaciones vienen solas y las risas no se hacen esperar. Con la promesa de reencontrarnos al día siguiente, partimos a ver a los amigos de una chica que estudiaba en nuestra ciudad, en cuya casa dormiríamos. Nuestros anfitriones sólo hablaban turco, lo que no impidió que nos echásemos unas buenas risas todos juntos, bailásemos y nos enseñasen juegos tradicionales. Ya bien oscuro, nos acostamos. Aquella noche hubo eclipse de Luna.

Me quedé dormido pensando, recopilando todo lo que había leído y estudiado por mi cuenta acerca del sufimo. Recordada como en otros viajes, había manteniedo conversaciones en algunos tekkés (escuelas o monasterios sufistas) con sus monjes, y en otros, como en Bosnia, Marruecos, Senegal e India, había incluso dormido en ellos. En este último país, un cenobita bastante erudito me hacía apreciar similitudes entre todas las religiones o corrientes místicas dentro de éstas. ¿No eran, de alguna manera, las danzas derviches, equivalentes en disciplina a las prácticas yóguicas de los anacoretas con quien había convivido en el Himalaya, o a las meditaciones budistas y zen extendidas por Oriente? ¿Teniendo todas el mismo fin, no eran distintas traducciones de la misma necesidad de introspección interior y encontrar un significado a nuestro frugal paso por el planeta?


El té se sirve de dos teteras a la vez.


Ohmer al fondo, Abdulcelil y «el equipo».

A la mañana siguiente, el tío de Ohmer, a quien no conocíamos de nada, nos recogió en coche para llevarnos a su casa, donde habían dormido los otros amigos. Fuimos invitados a un típico desayuno turco, a base de huevos en tortilla y hervidos, frutas, verduras, aceitunas, carne embutida, quesos, te y unas tostadas con mermelada casera y miel. El desayuno es la comida fuerte en Turquía, y , como en la mayoría de países de corte islámico, se sirve en una bandeja enorme en el suelo, de la que todos comen.


Bajo la cúpula turquesa descansa Mevlana.


Una de las entradas al tekké.

Empleamos la mañana en el plato fuerte de la ciudad: el tekké fundado por Rumí. Una enorme cúpula turquesa corona y cobija su tumba. Antiguamente, era allí mismo donde vivieron y se formaron muchos derviches, amén de llevar a cabo las danzas. Lejos quedan los tiempos en que las verdaderas escuelas de aprendizaje eran relativamente conocidas, y amén de literatura, matemática, física, se impartieran conocimeintos que permitieran elevar al propio Me apenó ver como ahora cobraban entrada, y a la salida, junto a libros de sufismo, se ofrecían figuras de plástico y llaveros de derviches.


Sacando billete.


Enseñándole el billete al conductor.

Tras comer con toda la familia de Ohmer los típicos platos de Konya, tomamos un tranvía hacia las afueras de la ciudad. Me senté en uno de los asientos, y una de mis amigas lo hizo sobre mi pierna. Medio segundo después, todo el vagón nos miraba fijamente. Konya, conocida como la ciudad más conservadora del país, hacia mérito a su fama. Una vez fuera, buscamos el mejor sitio para comenzar el autostop de vuelta. De entre las tantas cosas que me gustan de desplazarme así es que todas y cada una de las veces te deja un recuerdo único. No tardamos ni diez minutos en ser recogidos por un conductor que se dirigía a Estambul. Parecía tener prisa, por eso no entendimos que se desviase más de 300 kilómetros para dejarnos, vía Ankara, en nuestra misma ciudad. En un momento dado, nos pidió que cantásemos algo en español, así que sin dudarlo un segundo, jugamos durante un buen rato a ser radio del coche. Más tarde supimos que no viajaba por negocios, sino por amor. Con una boda ya en el calendario, la familia de su novia no había dado el visto bueno, y él se cruzaba medio país en coche para arreglarlo. Acabó tirando un anillo por la ventanilla, intentando intimar con las tres guapas españolas para aliviar sus penas, e invitándonos a cenar en agradecimiento por haberle hecho el viaje más ameno.