“Ve a Tíbet y visita muchos lugares, tantos como puedas, y después cuéntaselo al mundo”
Dalai Lama.


Nunca sé por dónde empezar a contar una historia. Creo que cualquiera que se elija está siempre conectada con otra anterior, y ésta a su vez con alguna otra, de forma que al final todas ellas no son más que parte de un hilo que enhebra pensamientos y acciones a lo largo del tiempo. Procurando ser pragmático, suelo optar por reducir las parrafadas en papel o en el bar para no extender interminablemente lo que cuento. Pero la que hoy comparto es una historia importante para mi, una de esas que se llevan bien dentro, y por eso prefiero hacerle justicia comenzando a contarla por donde siento que empieza: el día en que pregunté a mis padres qué sabían de Tíbet.

Por entonces yo era uno de los tantos niños que pasaban horas devorando los famosos cómics de Tintín, convencido de que muchos de ellos transcurrían en paises inventados por su autor. Una tarde, en uno de esos documentales que tantas siestas han acompañado en los hogares españoles, me sorprendió en la pantalla un Tíbet real. Tan anonadado me quedé con sus paisajes oníricos, rostros exóticos y vidas que me parecían de cuento que inmediatamente pedí a mis padres que me contaran más de aquella tierra. Ellos escurrieron sutilmente el bulto de mi pregunta remitiéndome a la enciclopedia. Y en ella aprendí que el Tíbet era un país asiático gobernado por el Dalai Lama. Y que sus habitantes eran en su mayoría budistas. Y granjeros nómadas. Y que vivían en tiendas que trasladaban libremente por los prados y valles. Y que su país estaba en un altiplano a los pies del Himalaya. Y junto al desierto. Y que el gobierno de Mao lo ocupó haciéndolo parte de su país. Y que el objetivo último de su religión era la liberación del sufrimiento y la contemplación de la vacuidad de todos los fenómenos. Y de aquel frito variado de afirmaciones de las que apenas entendía algo surgió una atracción, -quizá no fuera más que la curiosidad por lo desconocido o la mera fascinación por saber que mi cómic favorito ocurría en una tierra tan real como extraña- que hizo que Tíbet y yo nos convirtiéramos en amantes. Una amante de la que yo ignoraba todo.

Conforme pasaron los años fui cambiando los cómics por libros de expedicionarios, aventureros y estudiosos de diferente pelaje. Heinrich Harrier, André Guibaut, Antonio da Andrade, Alexandra David-Neel, Michel Peissel o Giuseppe Tucci, por mencionar algunos, se convirtieron en una suerte de ídolos cuyas aventuras siempre quise emular. ¿A qué joven no le hubiera gustado irse a vivir aventuras a un altiplano inexplorado más allá de las altas cumbres del Himalaya? ¿Cómo no soñar con adentrarse en una tierra cuya abrupta orografía mantenía a sus gentes y cultura en un relativo aislamiento del que salían historias que parecían escritas dos o tres siglos atrás?

Y con esas lecturas, esa amante misteriosa pasó a ser un amor más real de la que empezaba a conocer algunos secretos. En mis primeros viajes a Asia el romance empezó también a materializarse, y eso que mi amante no tenía una historia fácil. En Kathmandu pasé unos días con tibetanos que recién huidos de la ocupación china buscaban una vida en el exilio. Hice amistades que hoy perduran con monjes tibetanos en varios monasterios de India, corrí junto a otros pocos en una manifestación protesta cuando la policía quiso disolverla, asistí a un curso de budismo con el Dalai Lama, viajé por varias prefecturas tibetanas en India, Nepal y China e incluso me colé furtivamente en territorio tibetano queriendo de una vez por todas saber cómo era esa tierra. Pero más allá de su periferia, nunca había visitado el corazón geográfico de Tíbet. Tenía clavada una espinita del tamaño de todo un altiplano. Una buena mañana de julio estaba en Kathmandu a dos días de saldar de una vez por todas la deuda que debía a ese sueño.

– Ven a recoger tu visado el miércoles a las 10:30 de la mañana.
– Entiendo, pero es que mi vuelo despega el mismo miércoles a las 12.10. Y ya sabe usted cómo se las gasta el tráfico infernal de esta ciudad… ¿No habría forma de tener el visado un poco antes para que no pierda el vuelo?
– Ven el miércoles a las 10.30 de la mañana.
– Señor, usted que vive aquí sabe que tengo todas conmigo para que un atasco me haga perder el vuelo por unos minutos. Se lo pido por favor, ¿No habría forma de recogerlo aunque fuera media hora antes?
– Ven el miércoles a las 10.30 de la mañana.

Aquella tarde la pasé curioseando en una enorme librería preguntándome si la tozudez, normas y burocracia de la embajada o el caótico tráfico de Kathmandu me harían perder el único vuelo a Lhasa. ¡Sería el colmo! Consciente de la exageración y abuso lingüístico que la palabra “sueño” sufre – especialmente por los viajeros- cada vez que nos referimos a algo que nos suscita ilusión, no titubeo al decir que Tíbet no sólo se colocaba en el podio de lugares y culturas que quería conocer, sino que a veces creo que se había convertido en una cierta obsesión. Y por primera vez me sentía tan tremendamente cerca como potencialmente lejos de él.

Esa noche paseaba por el centro de la ciudad cuando me topé con una enorme ofrenda al dios hindú Shiva. Ríos de gente hacían cola a las puertas de un templo en la que otros participaban en una ceremonia. Un padre simpático queriendo practicar su inglés me presentaba a su hija mientras me explicaba “Esto ofrenda Shiva”. ¿Cómo decirle que, si todo salía bien, estaba a pocos días de peregrinar al monte Kailash, una montaña en cuya cima afirma el hinduismo que habita el mismo Shiva a quien allí se estaba adorando? Eso, claro está, si todo salía bien.

Tras una noche sin pegar ojo, antes de que abriera la embajada ya estaba esperando en la puerta. Aún así, todos mis intentos por conseguir el visado antes de la hora fueron de nuevo en vano. Eso sí, a las 10.30 sujetaba toda la documentación en una mano mientras con la otra me agarraba a un motorista que esquivaba vehículos en una carrera hasta el aeropuerto más propia de un videojuego que de un viajero preocupado. Tal y como llegué me informaron de que mi vuelo había tenido que regresar a Lhasa debido a un temporal en el Himalaya. Daban, en el caso de que la tormenta amainara, al menos cuatro horas de demora. De pensar que diez minutos atrás tenía el corazón en la boca por si lo perdía… Mientras esperaba me hice amigo de Meena y Manish, dos indios que también iban en peregrinación al Monte Kailash.

– Veremos a ver si al final volamos hoy- le digo a Manish, que puede contar más peregrinaciones que dedos en las manos.
– Ya verás como sí. Estos temporales son normales en esta época, no tienes que preocuparte. Hoy duermes en Lhasa, hazme caso.

Las palabras de mi nuevo amigo me suenan tan esquivas como los monos que vemos juguetear en las pistas del aeropuerto. Dormir en Lhasa… ¡Qué curiosa paradoja que un sueño tan perseguido empiece por la palabra dormir! Cinco horas después llega el momento de acomodarme en mi asiento y siento que ése es el último gesto para acabar con años de espera. Aquel avión despegaría de Nepal, sobrevolaría los Himalaya y aterrizaría en el Tíbet. Y esta vez estaba dentro. Al poco de despegar unos nubarrones negros nos dieron la bienvenida al fiestorro de tormenta y turbulencias que nos aguardaba. Pero tras el intenso temporal llegó la calma, que resultó ser un manto de nubes sobre el que despuntaban algunas de las cumbres más altas del mundo. Un espectáculo que quitaba el hipo. De repente el manto algodonado se fue evaporando dejando entrever a través de la sucia ventanilla los primeros valles tibetanos. Y con ellos, tímidamente escondidos en sus yermas laderas, aparecían caminos, pequeños pueblos, granjas, tiendas nómadas y algún templo. Ahí estaba por fin. Estaba viendo el Tíbet.

Reconozco que llegar a Lhasa en avión debía ser la única manera con la que no había fantaseado hacerlo. Emulando a mis héroes viajeros hubiera querido atravesar a pie las mismas montañas que ahora sobrevolaba. En cualquier caso, días atrás ya me había asegurado un asiento en ventanilla y recopilado las canciones con que solía leer libros de Tíbet. Supuse que sería una bonita manera de edulcorar un momento que llevaba años anhelando. Durante el vuelo me olvidé por completo de los auriculares. Absorto en la ventanilla intentaba ser consciente de que estaba por fin sobrevolando un sueño en el que estaba a punto de aterrizar. ¿Y si me decepciona?, llegué a pensar. ¿Y si no es lo que siempre he leído, creído y escuchado ? Procuraba no tener expectativas – las mismas que el budismo predicado en Tíbet identifica como causa de infelicidad-, sabiendo que ya era demasiado tarde. ¿Cómo puede un sueño ser un país, una gente y una cultura a la que no pertenezco? ¡Qué maravilloso mundo más extraño!

– Señoras y señores, vamos a aterrizar en Lhasa en diez minutos.

Con la señal de cinturones encendida veía la tierra acercarse más y más. Distinguía a los monjes en los patios de los monasterios, a los yaks en los prados y a los coches moverse. Los lagos reflejaban las escasas nubes que blanqueaban el cielo y las montañas nevadas que antes rompían el horizonte ya no se veían.

– Señoras y señores, vamos a aterrizar en Lhasa en cinco minutos.

Ya más cerca de la tierra que del cielo, distinguía perfectamente a los melenudos tibetanos ataviados con chubas y las coloridas rayas de los trajes de las mujeres. El tren de aterrizaje había bajado un par de minutos antes y el avión planeaba hacia la pista de aterrizaje. ¡Por fin ha llegado el momento! ¡Cuándo se me ocurriría a mi pensar que iba a necesitar música para algo así! Ojalá supiera poner en palabras todo lo que sentí en aquellos minutos.

– Señoras y señores, por razones metereológicas acabamos de desviar el vuelo a Chengdu.

El rostro se me congeló. Pensaba que alguien me estaba gastando una broma, que iba a despertar en breve de una siesta de horas con la almohada babeada o que estaba siendo el ajeno protagonista de alguna cámara oculta con la que medio país se partía la caja al ver mi cara de imbécil. Y fueron los motores rugiendo mientras elevaban la aeronave los que me decían que de broma aquello no tenía nada. Lhasa se alejaba de nuevo, los yaks se convertían en puntos borrosos sobre los prados que pastaban y los monasterios y pueblos en manchas clarecinas sobre el marrón y verde de los campos. Poco después estábamos de nuevo sobre un manto de nubes.

Se me hacía raro pensar que estaba volando a Chengdu, la ciudad china en la que había vivido más de un año y en la que pretendía acabar aquel viaje. Una cosa estaba clara: aquella noche no dormiría en Lhasa. A la 01:30 de la madrugada entraba en la habitación donde me acomodó la aerolínea y a las 3:30 montaba en un autobús de regreso al aeropuerto. Aunque lo intenté, aquella noche tampoco dormí en Chengdu.

Ya dije antes que jamás había pensado que llegaría a Tíbet en avión, pero lo que menos había imaginado es que en menos de 12 horas embarcaría en dos vuelos diferentes a su capital. Éste segundo, apenas un par de horas después de despegar, tomaba finalmente tierra en Lhasa. Bajé del avión muerto de sueño. El cielo era, ahora sí que sí, de ese azul intenso que siempre había leído. Estaba bajo el cielo de Tíbet, el país más alto del mundo, y por primera vez podía disfrutarlo sin ventanillas de por medio y no tenía que contentarme con ver su intensa tonalidad en fotografías. Caminé hasta la terminal – que no tenía monos- y crucé el control de inmigración. Al salir del aeropuerto encontré un enorme cartel con un aún más enorme rostro de Mao y los presidentes de China que le han sucedido, cientos de banderas chinas y un gigante anuncio de cerveza americana como toda bienvenida a Tíbet. Quisiera saber qué pensarían en mi pellejo los que llegaron aquí cuando hacerlo era una aventura de verdad.

Desde que aterricé navegaba entre dos sensaciones muy fuertes, la exaltación propia del “por fin estoy aquí, conseguiste tu sueño” que compartía con la una tremenda normalidad al ver cuanto me rodeaba. A ratos sentía que llevaba media vida en Tíbet. Caminaba por las callejuelas del Bhakor – el centro histórico de Lhasa y el único que aún conserva algo de sabor- observando a los comerciantes y sus negocios: un puesto de fruta por aquí, una tienda de hábitos de monje por allá, una esquina donde un yak descuartizado sobre un manta es vendido al peso, un tallercito artesano de parafernalia para ofrendas y altares budistas… Por estas mismas calles debieron haber caminado y en cualquiera de estas casas debieron haber vivido quienes escribieron todos los libros que había leído sobre Tíbet – pensaba para mis adentros-, cuando sin darme cuenta estaba reunido con quienes serían mis compañeros de viaje. Fuimos a almorzar y por primera vez tuve frente a mi las paredes del Jokhang, el templo más importante de la ciudad y el que más fervor despierta en Tíbet. Caminábamos hacia el restaurante siguiendo parte de la kora -el circuito por el que todos los fieles rodean al edificio- mientras que la misma exaltación y normalidad seguían alternándose dentro de mi. ¡Qué maravilla estar aquí!

Tras almorzar unos momos me separé de mis compañeros y caminé de nuevo al Jokhang. Necesitaba volverlo a ver. Volverlo a sentir. El templo se había levantado en el año 647, lo que significa que por casi 14 siglos durante mañana, tarde y noche peregrinos venidos de todos los rincones de Tíbet llevan dando vueltas a su alrededor. Sólo pensarlo hace cosquillas a las neuronas. Aquel jueves a las dos del medio día el corazón espiritual de Lhasa latía al ritmo de la muchedumbre que lo circunvalaba y algo dentro mí también vibraba con todo aquello. Muchos caminaban ensimismados murmurando mantras que resonaban como un eco al pasar a tu lado. Otros hacían girar molinillos de oración en un movimiento mecánico con el que extendían las plegarias por el aire y aún otros acariciaban las cuentas de sus rosarios mientras de sus labios escapaban tímidas plegarias. Los que menos en vez de caminar se postraban estirando todo su cuerpo sobre el suelo repitiendo el mismo gesto una y otra vez, recorriendo con cada una de ellas únicamente la longitud de su cuerpo. Los budistas giraban en el sentido de las agujas del reloj mientras que los escasos bonpo – una religión pre-budista que aún sobrevive en Tíbet- lo hacían en sentido opuesto. Todos compartían algo: giraban alrededor del templo. Y yo hacía exactamente lo mismo, girar.

Mientras camino observo policias y controles de seguridad. Desde antes de venir sabía que el Tíbet de 2017 dista mucho del de aquellos relatos románticos que tantas veces había leido. Sé de sobra que la Lhasa por la que camino no es ni por asomo “aquella de mis sueños”, pero mucho menos es la de los tibetanos. Sé que estoy pisando las mismas calles donde en 2008 una buena revuelta puso fin a muchas vidas. Y que antes de 2008 hubo más revueltas. Muchas más. Y que auque si nadie me lo dijera probablemente no lo vería, a mis alrededores hay un conflicto silenciado mientras sus víctimas siguen girando alrededor de un templo. También sé que el conflicto se extiende por todo el país. Y que mientras sigo girando muchos tibetanos se están jugando la vida cruzando los Himalaya a pie huyendo a un prometedor exilio. Y sé – lo he escuchado muchas veces del otro lado de la frontera- el miedo que pasan. También sé -lo he escuchado sin tener que salir de la frontera- el miedo que pasan dentro. También sé que el aura mística y mágica que frecuentemente se asocia a esta tierra no siempre es ni fue tan mística ni mucho menos tan mágica. Sé que la teocracia lamaísta se parece más a un feudo medieval que al utópico sistema político que muchos textos prodigan. Sé que la mitad de lo que allí había ha sido destruido, que otro tanto de lo que veo está reconstruido. Y que el resto simplemente ya no existe, como tampoco existe mi sueño que se ha convertido en un presente que en el momento de escribir esto es pasado. Un pasado de sueño.

Dos enormes quemadores de incienso perfuman el ambiente con su humareda. Están cerca de la puerta principal del Jokhang, que estando cerrada reúne frente a ella a cientos de personas. Me hago hueco junto a un grupo que escucha atentamente a un monje y al sentarme entro desde la altura de un niño en un universo propio de un cuadro de Dalí. A mi lado un tibetano de arrugas octogenarias susurra mantras mientras sus manos de campesino frotan una y otra vez con arroz una especie de candelabro que usará como ofrenda en su casa o algún otro templo. Otros a mi alrededor hacen lo mismo. A su lado un monje recita enérgicamente versos tántricos que lee de unos papeles amarillentos y salpicados aleatoriamente entre la multitud varias personas meditan con la piernas en posición de flor de loto. Las paredes relucen con pinturas de demonios budistas, buitres devorando a hombres y deidades protectoras junto a las que chirría una gigantesca rueda de oración movida por varias personas a la vez. Hay un constante jadeo de fondo que sale de las mismas entrañas de aquellas personas que pese a sus rostros doloridos no dejan de postrarse en una rítmica devoción que sobrecogería al más insensible de los mortales. Sobre la puerta se alza una rueda del Dharma – la ley de la vida – que franqueada por dos ciervos dorados observa semejante escena.

Y mientras con la mirada voy robando instantes de las rutinas que me rodean en la cabeza me bombardean más preguntas de las que soy capaz de asimilar. ¿En qué pensará este señor mientras sacraliza su candelabro con arroz? ¿Por qué sueños habrá luchado? ¿Qué ideas tendrá de la vida? ¿Y de la muerte? ¿Qué pasa por la cabeza de quienes se postran incesantemente cuando el dolor de todo el cuerpo se agudiza? ¿ Y por la de los niños a quienes sus padres enseñan cómo postrarse? ¿Recordarán a sus difuntos progenitores el día que sean ellos quienes enseñen a sus hijos? ¿Habrá conseguido realmente el monje superar el apego que le provoca sufrimiento? ¿Por qué sufrirá él? ¿Cómo me verán todos ellos a mi? ¿Tendrá alguno tantas preguntas como yo en ese momento? Decido poner fin a mi soliloquio haciendo justo lo que hacía antes, girar.

Antes de completar la siguiente vuelta paré en seco y me senté en mitad de la calle mirando a los peregrinos de frente. Los saludaba con un “tashi delek” (hola, en tibetano) que al responderme complementaban con una sonrisa. Así pasan varios minutos y creo que por primera vez desde que aterricé tomo verdadera consciencia de dónde estoy. Acabo de dar varias vueltas a un templo con las que he fantaseado años, los mismos que me pregunté qué sentiría si algún día llegaba a Lhasa. Ahora por fin lo sé.

Tengo un sinfín de preguntas en la cabeza, el corazón hecho un motor y en la boca el regusto de los momos que he almorzado. Y ese es el sabor de un sueño cumplido y de una deuda saldada con quien siempre es más difícil: uno mismo. El ojo derecho me traiciona con una lágrima que cae hasta la barba mientras el flujo de gente, de sonrisas y de tashi deleks me sigue rodeando ajeno a que en ese instante soy la persona más feliz de todo el Tíbet. Gracias cómic de Tintín, libros, amigos tibetanos, documentales de la siesta, enciclopedias y a mis padres que no supieron responderme a una pregunta cuya respuesta tengo ahora ante mis ojos húmedos. Gracias por hilvanar todas las historias que me han llevado a este día en que por fin duermo en Lhasa.