El vendedor de habas siempre dice que cuecen bien.”
Proverbio bereber

La siguiente entrada la he escrito recordando los días que he tenido suerte de pasar en El Aaiún (ahora Laayoune), capital del Sáhara Occidental, lo que observé en sus calles y la enorme discordancia entre lo que veo estos días en la televisión , las manifestaciones y opiniones de todos con los que estos días he hablado de esta zona del globo y lo que observé en dicha ciudad. Ni soy periodista, ni fotógrafo ni nada que se le asemeje. Tampoco voy a hacer un análisis histórico, ni político ni social. Hay literatura de sobra en las librerías y en la red para quien quiera profundizar en este tema, así que no recojo más que lo que en su día (mejor dicho, en sus noches) escribí en mis cuadernos de viaje.

Mi primer contacto con el Sáhara Occidental comenzó en la puerta de la Embadaja de Mauritania en Rabat. Tras entablar conversación con unos saharauis (cuya historia, identidad y vida dejaré para otra entrada), me invitaron a bajar con ellos desde la capital marroquí hasta la de la antigua colonia española. En los cinco días que compartimos, ni me dejaron pagar ni un dirham ni tuve ningún tipo de necesidad. Hacíamos noche en casas de amigos en ciudades que quedaban en el camino, durmiendo sobre mantas esparcidas sobre salones, todos juntos. A pesar de que no compartía ningún idioma con muchos de ellos, las muestras de agrado y preguntas sobre cómo me encontraba, ser el primero que probaba los tayines o el plato que tocase comer, ocupar el mejor asiento de los coches y ser de alguna manera “el niño mimado del grupo» fueron rutina esos días.

En las interminables horas de carretera fui indagando, y observando que pese al respeto y educación con que se dirigían tanto a las autoridades (especialmente en los controles que cada pocos kilómetros encontrábamos en la carretera) como a los tenderos que comprábamos – a menudo incluso hablando en francés con los primeros para denotar formalidad – en la intimidad del coche los insultaban, y trataban con mil argumentos de convencerme de la maleza de los marroquíes. Una de las noches, en un bar de carretera mientras uno de mis nuevos amigos compraba un té, yo movía el coche para dejar salir a otro, apoyado por un marroquí que se ganaba unas monedas regulando el aparcamiento del bar. Al salir mi amigo gritaba como un loco, llegando a empujarle violentamente y al montarse en el coche no paraba de decirme que lo que quería era robarlo, agredirme e incluso matarme, y que para nada debía confiar en los marroquíes. Yo argüía que veía bastante complicado que hubiese hecho eso rodeado de la cincuentena de personas que allí se encontraban, pero un “los marroquíes son así, ten cuidado con todos y no te fíes” era el punto y final a cualquier posible discusión a la que añadían gritos en árabe que no comprendía. Mientras más días pasaba entre ellos, más sentía que el odio saharaui hacia sus vecinos marroquíes era del mismo patrón que el que había observado en otras regiones nacionalistas: un sentimiento transmitido boca a boca de la misma manera que el padre enseña al hijo a hacer pan. Eran pocos los que tras preguntar a conciencia sabían justificar el origen de tan ambiguo rechazo, aprendido en familia y en las escuelas y promovido por los políticos.


Calle de la Marina.

Una de las céntricas mezquitas, coloreada como el resto de los edificios.

Entre varios percances e historias varias, alcanzamos Laayoune poco después del amanecer. Estaban pletóricos por volver a sus tierras, parecía que habían ganado un premio de lotería. El Aaiún es una de las ciudades que si bien no cuenta con los atractivos que cualquier turista esperaría, maquilla entre los tonos amarillentos de las dunas que la rodean una realidad social un tanto peliaguda. Como en otras tantas urbes, ésto era, precisamente, lo que más me atraía. Todo cuanto había escuchado (antes y durante ese viaje) iba mostrándose tal cual sobre mis ojos. Así las casas debían pintarse con los colores de la bandera marroquí, es decir, rojas (aunque a veces clareado) y las puertas o ventanas verdes. Si no se hacía así se les retiraba la propiedad de la casa. En los negocios debía colocarse una foto del rey Mohammed VI, quien además tenía plagada las calles principales (y no tan principales) de enormes carteles con fotos suyas rodeadas de banderas de distintos tamaños. Banderas que ondeaban, también, en casi cualquier edificio. Para la concesión de un permiso, del tipo que fuera, se investigaba la línea genealógica vertical y horizontal de la familia comprobando que no hubiera vinculación activa con el Frente Polisario. Evidentemente hablar públicamente del rey, de la ocupación marroquí o de “temas prohibidos” estaba penado, pudiendo implicarse a tu familia además en el asunto, cerrar tu negocio o desalojarte de tu domicilio. Existía policía de paisano dedicada a encontrar activistas o a quienes informasen a otros de cómo aprovechar pequeños vacíos legales. Las calles estaban fuertemente vigiladas por autoridades armadas, pese a que esos días no había motivo particular de tensión.

Y si había algo que no comprendía (y sinceramente, sigo sin hacerlo) era el amor y respeto hacia España, cuando en un forzado proceso de descolonización (forzado por que ya no interesaba económicamente mantener ese enclave militar) se repartió la administración (que no soberanía) a partes iguales a España, Marruecos y Mauritania de este territorio. El primero, pese a la firma sobre papel de tomar parte por igual en dicha administración, se dejó evaporar, dejando a los dos países africanos tal control, que el gobierno mauritano acabó cediendo íntegramente a Marruecos tras varios enfrentamientos perdidos frente al ejército polisario. La letra pequeña del contrato incluía tanto la explotación de los bancos de peces como la extracción e importación de fosfato, los únicos bienes naturales de éste país, y que han mantenido en silencio a los gobiernos para evitar ver comprometida la cara pública que se les exige y sus negocios bajo la sombra. Por ello todos los gobiernos desde la famosa Marcha Verde han jugado cual marioneta con esta región y por ello me sorprendía tanto como me agradaba que al notarme rasgos españoles me saludasen en castellano, lengua que por la herencia colonial algunas personas mayores seguían hablando, y me invitasen además a tomar alguna pasta o té. Muchas de éstas personas me mostraban sus DNI’s y pasaportes de la época en que el Sáhara Occidental era el Sáhara Español, y como tal figuraba en el apartado dedicado a la ciudad y provincia natal, igual que si hubiesen nacido en Cádiz o León. Eran las mil preguntas que hacía (o más bien las que entre líneas implicaban sutilmente éstas) las que entre chai y chai fueron moldeando las conversaciones que me permitieron ir enterándome poco a poco del día a día en esta zona del globo.

Día a día, como en tantas zonas del globo, en que una facción o gobierno opresor y su brazo armado reclama la soberanía de algún territorio. ¿Cuantas de estas zonas tienen realmente una identidad propia? ¿Cuán antiguo es el querer separar el globo con líneas que limiten lo que hoy entendemos como país? ¿Cuántos de estos países están constituidos por motivos históricos, étnicos y culturales y cuántos de ellos por otros meramente económicos decididos por el capricho de una minoría? Basta investigar y estudiar a conciencia la formación de tantas y tantas naciones, o examinar el mapa de África para no parar ni de sorprenderse ni en esencia, incluso aprender de uno mismo. ¿Desde cuando llevamos poniendo las manos de nuestras tierras en manos de políticos? ¿Es pese a las tantas quejas en vano, ese, el sino del ser humano? ¿La necesidad del juego gobernantes-gobernados para crear un orden social? ¿Cuánto de apego debemos tener al lugar donde nos criamos, o cómo determina éste nuestra identidad? (Son numerosos, por ejemplificar de acorde a esta entrada, los saharahuis nacidos españoles, crecidos como marroquíes y que ahora son refugiados políticos en Algeria de un país no reconocido por otras naciones). Igualmente, a mi me resultó siempre fascinante lo que encierra la pregunta de hasta qué punto es necesario morir por unos ideales. Y volviendo a ejemplificar prácticamente, cuánto de idealista es defender la tierra en que se nace.

En estos días, de continua agitación y en las que representantes del Frente Polisario acaban de anunciar que cuentan con tanta logística como voluntad para ir a la guerra, puede preguntarse uno si es ese el precio de ser humano, si la misma lucha por la supervivencia que lleva a un grupo de leonas en el Serengeti a cazar un búfalo para alimentar a su familia tiene su análogo en los conflictos que desde, no nos engañemos, los primeros albores de la humanidad nos han enfrentado.

Camellos en las afueras de El Aaiún.