Llegué a Kédougou una mañana, por la pista que atraviesa los espesos bosques -casi junglas- que conforman el Parque Nacional de Niokolo-Koba. Esta suerte de pueblo, por llamarlo de una manera internacional, es la capital del llamado país basarí, una zona en el rincón que forman la actual Guinea-Conakry, Mali y Senegal donde habitan varias tribus y grupos étnicos de particular interés.

Que este área esté poco tocada por la islamización, más que algo meramente anecdótico, es la clave para entender la diferencia entre la particular forma de ser de este territorio frente a sus colindantes. Durante la expansión musulmana del siglo XI, fueron varios los grupos que negándose a aceptar la nueva imposición religiosa (y consecuentemente cultural) decidieron huir a otras tierras. Esto explica las decenas de tribus y grupos distintos instalados al sur de Mali (como los famosos dogones) o Senegal cuyo origen más primitivo no son esas tierras.

En el caso de los bediks, practicantes de una fe a caballo entre el chamanismo y animismo aderezada con una extrema unión a la naturaleza, fue el encontrar un enorme baobab mágico a través del cual los ancestros se comunican con el marabú (algo así como el brujo) lo que dio raíz al que es el poblado más antiguo de África Occidental, conocido como Iwol.

Con la fortuna de entablar conversación en la misma explanada donde aparcan todos los vehículos de Kédougou con un joven que amén de hablar francés y estar aprendiendo inglés de manera autodidacta, tuvo a bien comprender mi entusiasmo por conocer de cerca las distintas etnias de esta zona, no tardé mucho en sentarme de paquete en una antigua moto marca “mobilette“ a la que verla funcionar haría plantearse al más ateo la existencia de lo divino. Sabía que algunos grupos de turistas, con packs comprados en sus países de origen queriendo hacer de su visita a Senegal un “viaje de aventuras” e “integrarse con las tribus” visitaban algunos de los pueblos, especialmente Bandafassi, Ibel y el propio Iwol. Lejos de vivir esas aventuras, lo que se ocasiona a estas gentes es una desvirtuación de los valores que siempre han practicado, que les hagan perder, si no avergonzarse de sus tradiciones, bailes y ceremonias. Ni que decir tiene que que la integración con ellos es tan nula como la aventura que pretenden vivir.

Pueblo típico del país basarí. Preparando la cena.

Era época de lluvias, y el camino que une algunas de las aldeas y asentamientos tenía todos sus rompicones repletos de agua. Alguno aprovechaba el agua estancada para ducharse, y se preveía una buena cosecha pues la deidad de la lluvia que las distintas etnias comparten había sido generosa este año. Mi nuevo amigo, también ilusionado por ir a sitios donde nadie le conocía, me advirtió que deberíamos andar mucho. Y tanto que fué así.

Al comienzo, hicimos parada en un par de aldeas donde la prima del amigo del primo del hermano de…. vivía. Todos salían a saludarte, pues es costumbre recibir al vecino, y avasallarlo con largos saludos, que van repitiendo todos casi como una canción, antes de pasar a comentar las nuevas con todo el pueblo, se te conozca o no. Era una aldea con una ordenación matriarcal bastante curiosa, además de rara pues en los alrededores es el hombre quien suele estar a la cabeza tanto de cada familia como del pueblo. Evidentemente tras los saludos, pasé a ser el tema de conversación, pues la gran mayoría apenas había visto, y creo que ninguno hablado, con un “blanco”. Mi amigo, cuyo nombre sonaba algo así como “Suaff”, me traducía las preguntas. “ ¿En tu país hay animales como aquí? ¿Y estrellas?” “¿ Cómo coméis?” “¿Y sois todos blancos?” “¿Y si habláis tan raro cómo os entendéis”? Acabé cultivando con ellos para hacerles creer que en España también se hacen crecer frutas y hortalizas para consumirlas después.

Poco después seguimos el camino, parando en otra aldea donde la historia fue prima hermana de la anterior. Esta vez Suaff no entendía siempre el idioma, lo que complicó el que pudiera traducirme todo lo que tras superar la vergüenza y miedo inicial empezaron a preguntarme. La única persona que conocía no estaba. Había ido andando a Kédougou a hacer trueque con parte de su cosecha, y tardaría tres días en volver, pues toma un par de ellos llegar andando todo el día allí. El origen de estas gentes era nigeriano, cercano a los famosos yoruba, y seguían marcando su cara con varios cortes, similares a los de este grupo étnico. Estos cortes son algo compartido entre casi todos los habitantes de esta zona del globo, y en sus orígenes era algo así como el apellido de cada uno, pues al final, más o menos distante, la madre de tus hijos acababa siendo familia.

Abandonamos este poblado, comenzando un largo paseo (y me refiero a bien largo) entre estos bosques. Al final, y por no perdernos, acabamos pasando por el mítico Iwol, que he de reconocer que de alguna manera quería ver también. Poco antes de llegar, Suaff entró a preguntar por el jefe. En Iwol viven 584 personas, agrupados en cuatro grupos familiares, más el marabú. Una familia acaba predominando sobre otra por cuestiones de honor, aunque eso es algo que deciden “los ancestros desde el cielo”, y es comunicado a través del enorme baobab mágico tanto al marabú como al jefe, quien curiosamente siempre sale “reelegido” . Así empezó la conversación que tuve con este último, que en un francés exquisito respondió a mis mil dudas. Tras una hora de conversación, directamente le abordé sobre el tema por el que empecé este post, y que siempre me trae un enorme dilema moral. ¿Por qué se dejaban visitar tanto por turistas, a los que ahora acababan cobrando grandes cantidades de CFA, cuando hasta hace no tanto ellos ni siquiera usaban dinero? ¿Qué interés tenían estas gentes en enjaularse en este zoológico para acabar cobrando por fotografías, o por la mera visita a su aldea? ¿Qué satisfacción tenía el haberse vestido con una camiseta de un equipo de baloncesto español, o que su esposa decorase su nariz con el bastoncillo de los conocidos caramelos con palo? ¿Es que acaso habían empezado a caer en los absurdos valores que digerimos constantemente en nuestros países? ¿Empezarían pronto a ampliar sus chozas de adobe y moñiga más de lo necesario simplemente para parecer mejores que sus vecinos?

De la enorme conversación, en la que acabé aprendiendo, entre otras cosas, que en las montañas cercanas, que hacen de frontera natural con Guinea, siguen viviendo tribus que en ocasiones especiales mantienen sus rituales con sacrificios humanos, y que aunque cada vez menos, en conflictos con las tribus vecinas celebran con un banquete caníbal la victoria frente a sus adversarios, conseguí que fuera como fuera, el chief de Iwol había, al igual que Suaff, captado mi visión de lo que ocurría en este cada vez menos genuino país basarí, y no sé si por simpatía, acción de sus ancestros o por quererme ayudar, nos comunicó a ambos que varios kilómetros más adelante existía un pequeño pueblo (de donde procedía el marabú, de hecho) donde sí que hacía un par de décadas que ningún blanco había pisado. Con la ayuda de una enorme vara, por si encontrábamos monos en el camino defendernos, e indicaciones del camino como si estuviéramos en una gran urbe, comenzamos a caminar, rápido a más no poder, por el temor de que a la vuelta nos cayera la noche. La cara de Suaff era un poema. Esa misma mañana me acababa de conocer, llevaba todo el día planteándole las más rebuscadas preguntas, y ahora acababan de revelarle la existencia de esta aldea -más bien conjunto de chozas- ,del que nunca había oído ni hablar, donde parece que podríamos encontrar a los bediks más primitivos, por llamar así a los que siguen viviendo exactamente igual a como lo hacían sus antepasados que emigraron diez siglos atrás a estas tierras. No tardaríamos mucho en llegar. O más bien, que de contento que estaba, ¡se me pasó volando el tiempo! No dejaba de preguntarme por qué a tan solo quince o veinte kilómetros se escondían estas gentes, por qué ellos nunca se mezclaban con los otros bediks, por qué no revelaban a nadie la presencia ni existencia de su hogar. El hecho de que Suaff tuviera las mismas dudas y preguntas que yo me hacia presentir que estaba realmente llegando a un enclave único.

httpv://www.youtube.com/watch?v=VjZBAOlwZMU

A la entrada a Iwol, por cierto, había visto una enorme marmita con un «potaje» a base de leche y vísceras de una vaca. Ese día en toda la zona, también en Iwol, los niños bebían de la pócima tras la ceremonia para que el dios de la lluvia les fuera propicio en esta temporada. Suaff, que no podía bajar la sonrisa cuando le presté mi cámara, me tomó sin que lo supiera una instantánea cuando me acerqué un minuto a ver este ritual. Un adulto se viste de árbol mientras que los niños corean canciones alrededor de el. Al final comparten el espeso potaje. En el vídeo anterior se escuchan de fondo los cánticos de esta ceremonia.

Ceremonia de la lluvia. Suaff me tomó las fotos.
 

Poco antes de llegar a la misteriosa aldea, una joven semi-desnuda araba un huerto. Aquí si que nadie tenía una camiseta occidental como en el vecino Iwol, ni barreños de plástico ni herramientas traídas de Kédougou, aunque las chozas me parecieron construídas igual. Había muchos más árboles entre ellas, y Suaff apenas comprendía bien el idioma. Aunque eran bediks, como en Iwol, hablaban un dialecto distinto, o una variación anterior de su lengua. Más tarde averiguaríamos que era simplemente una forma un tanto distinta de pronunciar. Sentía que más que un viaje a África, estaba haciendo un viaje en el tiempo. Sin pudor, la gran mayoría de las mujeres no vestían nada de cintura para arriba, y las más adultas decoraban su cuello y pecho con collares. Los hombres, cubiertos con una suerte de taparrabos, algunos hasta la mitad de la pierna, venían de arar, y los más ancianos (aunque no pude saber la edad de ninguno, o más bien, creo que ellos no la sabían ni les importaba) se sentaban frente a sus chozas masticando una raíz verde. Algunos niños se acercaban, y cuando la curiosidad podía con su miedo se lanzaban a tocarme, especialmente la barba, como si fuera un alienígena. Algunos tenían la barriga hinchada por las infecciones, y sufrí al ver los genitales infectados de una niña que jugaba desnuda en el suelo. Dos árboles genealógicos distintos conformaban todos los habitantes de esta aldea, cuyo nombre (si es que acaso lo tiene) nunca llegué a saber.

La vuelta a Iwol, al día siguiente, fue en silencio, yo confuso por la experiencia que acababa de tener, Suaff por que en su vida había escuchado hablar de este sitio, que catalogó de «raro». Hicimos noche en la cabaña del jefe, que compartía con su familia, y la mañana siguiente recorrimos los alrededores de la aldea, donde la caza con arco tuvo como presa la comida de aquel día, que compartiríamos todos.  Pasando de nuevo Iwol me despedí del chief y su esposa, y conocí al marabú. Despidiéndome tras una charla de éste, un chico que jugaba cerca con un palo cayó al suelo, llenándosele la boca de espumilla. Era un claro ataque de epilepsia. El marabú decía que ese chico siempre era visitado por espíritus malos, y que ellos sabían que tenían que hacer con él.

Tras otras horas de camino, en las que en otra villa me llenaron el bolsillo de cacahuetes, y me invitaron a una extraña infusión con hierbas de la zona, alcanzamos Kédougou ya de noche. Suaff me invitó a pasarla en la casa y patio donde toda su familia, casi treinta miembros, viven. Su padre había fallecido, y su madre enferma, se levantó para saludarme desde la cama. Aunque no compartiéramos idioma, me habló en el suyo durante seis o siete minutos, mientras Suaff desde su espalda me hacía gestos para que hiciera como si nada. Cuando terminó sonreí y ella me correspondió.

Entre la incomodidad de la especie de cama en que dormía, y los tantos pensamientos en que me hallaba, tardé en que Morfeo me ganase la batalla. Lejos quedan los tiempos románticos en que los exploradores descubrían nuevas etnias, comunicándolos luego en las altos clubes de las capitales europeas, pero me cuestionaba qué es lo que buscamos con todo esto. Distante me hallo de hacer un análisis serio y detallado como el de Claude Lévi-Strauss del impacto cultural que acaba produciendo la mezcla de culturas, pero no dejo de preguntarme si es un mero afán de aventura, curiosidad, protagonismo, la ambición humana de tratar de comprender y explicarlo todo, o qué otra razón que puede que aquel baobab mágico tuviera la suerte de comunicar, la que nos mueve a seguir queriendo llegar hasta la última casa de este planeta, al último hogar, la última diéresis de un idioma o tipos de deidades divinizadas sobre el globo. Sería hipócrita reconocer que no siento un enorme interés por todas ellas, pero, ¿no son, acaso, más felices los habitantes de la tribu que hace poco se descubrió en la Amazonía, y que con flechas y cervatanas repelían al helicóptero que les sobrevolaba, sin todo lo que el contacto con nosotros les puede acarrear?