Dicen que preguntando se sale de dudas. Yo no sé preguntar muy bien, pues al hacerlo muchas veces acabo con más interrogantes que respuestas. Pregunté hoy a un diccionario y me dijo esto:

nostalgia. (Del gr. νόστος, regreso, y -algia).

1. f. Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos.

2. f. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida.

Tras leer la definición lo primero que descubro es que llevo toda la vida denominando algo con una palabra que en realidad significa otra cosa. La reflexión ha sido inmediata: ¿Cómo pueden catalogarse los sentimientos? Definir silla, mesa o lápiz parece más o menos sencillo, pero ¿quién es esa persona, bien representando a la Academia de la Lengua de cualquier idioma o bien a título individual, capaz de definir con esa precisión de cirujano qué es la nostalgia, el amor o la locura?

Sea como sea, desde hace unas semanas estaba nostálgico. O lo que diantres estuviera, pues ahora sé que no se llamaba así. Dejémoslo, para mayor rigor léxico, en que simplemente que estaba. A secas. Taoístas y budistas dicen que «ser» es un estado supremo, una gracia que se alcanza a base de mucha constancia y que dista mucho del «estar». Yo no debía tener los días ni muy taoístas ni budistas, y saboreaba el regustillo de esa nostalgia. O como quiera que se llame.

Una de estas tardes estuve viendo fotos. La cosa empezó por pura casualidad, si es que tal cosa existe (Tras saber que mi nostalgia ya no es nostalgia, prefiero no preguntarle al diccionario por la casualidad para no llevarme más sorpresas). El asunto es que más de un año después de haber enviado un correo a un antiguo profesor del colegio, recibí su respuesta. Las cosas buenas se hacen esperar, supongo. Aún no sé si bendecir o maldecir estos tiempos en los que enviar recuerdos de Andalucía a mi casa China es cosa de segundos. Lo que sí me pone el corazón blandito es poder recibir esos correos de aquellas personas, que sin saber desde dónde lees sus palabras, son en parte culpables de que estés allí. La pasión por lo que contaban de aquellos maestros (que no sólo profesores) calaba mucho más que las lecciones en la pizarra. Nunca se sabe cuánto puede cambiar un pequeño gesto la vida de una persona.

La carta virtual traía de regalo una fotografía en la que entre otros pubertosos me distinguí. Tenía trece años. Era un viaje de fin de curso a Cantabria y posábamos en el Parque de la Magdalena de Santander frente a los tres barcos y la balsa con los que Vital Alsar, un navegante local, había cruzado el Atlántico y el Pacífico. Había seguido los pasos de la mítica expedición Kon-Tiki de Thor Heyerdahl, de Orellana o de Cristobal Colón, entre otros grandes viajeros. Por entonces ignoraba todo sobre ellos, pero las gestas que relataban me cautivaron de tal manera que a mi vuelta casa busqué en la enciclopedia (sí, cuando eran de papel) más información sobre ellos. Y me embelesé como el enano soñador que era. Yo también quería vivir aventuras, sentir la libertad de la que hablaban esos diarios, conocer otras culturas… Un sueño se fue gestando sin que yo fuera consciente. Aún hacían falta más libros, más años y sobre todo más maestros.

Y seguí pensando. Cuando uno piensa mucho, el tiempo parece dilatarse o contraerse a voluntad. Esa tarde diría que pasó a la exacta velocidad en que viví los acontecimientos que me iban asaltando la sesera. Recordaba aquellos días de la infancia en los que por edad la nostalgia – o como diantres se llame-, aún no tiene razón de ser y que sin embargo se recuerdan con cariño pasados los años. Recordé a todos esos maestros que acabamos reconociendo como tales muy a posteriori, cuando la semilla que tenían para nosotros ya maduró. E inevitablemente aparecieron los viajes, donde azarosamente (con ésta prefiero no preguntar al diccionario, por si acaso) he tenido la enorme fortuna de conocer a muchos maestros. Si bien en su momento sus frases, testimonios y actos me impactaron, confieso que he sido un alumno desaplicado, pues a muchos de ellos los he ignorado. A veces la pobreza y riqueza no es material, y me reconozco egoísta al haber tenido tantos de quien aprender y haber asimilado tan poco. Igual que dicen que las mejores obras de arte sólo surgen en crisis personales, quizá me hizo falta estar nostálgico (¿Existirá algún diccionario donde la nostalgia sea parte de una crisis?) para entenderlos.

Y por mencionar algunas, de los que esta tarde (y su larga noche) fui recordando a modo de pasajes de cuento, aquí van algunos de esos maestros a los que espero alguna vez agradecer lo que sin querer me dieron.

poblado-nomada-rajastan-indiaPasé unos días buscando a los gitanos que habitan el desierto del Thar. Mi único hallazgo acabó siendo un poblado seminómada de familias de pastores. Me acogieron con esa sensibilidad propia de los pueblos nómadas, que dan sin esperar a cambio, pues saben que la vida cambia rápido las tornas y que pese a la contradicción léxica, dar es recibir. Estuve un buen rato jugueteando con los niños, otra buscando madera con la que encendimos un horno de barro en el que se cocinó el pan y acabamos bailando borrachos y durmiendo entre dunas.

Pensé que debe haber nómadas para que otros no lo sean. Blanco y negro. Ying y Yang. El mundo sería menos mundo si todos fuésemos nómadas o si nadie lo fuera. Cuando al amanecer nos despedimos me dieron los mejores deseos para mis padres, hermanos, y personas queridas. Tardé tiempo en darme cuenta de que la gente sin tierra tiene claro dónde están las raíces que merece la pena regar. Años más tarde, recorriendo el país dogón en Mali un señor puso una pipa de fumar en mi mano, me miró a los ojos con la seriedad de quien va a decir algo trascendente y me dijo: «cuando regreses a tu país, regálale esta pipa a tu padre y hazle llegar mis saludos». No me dio tiempo más que a agradecerle escuetamente el obsequio y se fue por donde había venido.

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Encontré a esta niña en las afueras de Zingichor, la capital de la independentista región senegalesa de Cassamance. Jugaba correteando entre las mesas en que su madre servía en silla de ruedas un alcohol destilado por ella misma. Los clientes, borrachos ya a medio día, llamaban «güiski» a la bebida cuyo parecido con la conocida de malta era tan ínfimo como la vergüenza y desparpajo de la niña para jugar con el «tubab» («blanco» en su lengua). Hace ocho años de aquel verano y recuerdo nítidamente su cara triste cuando me fui de aquel bar clandestino. Dos días después volví a pasar por allí y entré a saludar sin dudarlo. Me dieron uno de los abrazos más sentidos que haya podido recibir. Eso sí, sólo en una pierna. A sus cinco o seis años, la chica no llegaba más alto. Su madre me dijo que durante dos días la chica sólo repetía, entre sollozos: «ojalá venga mi amigo para volver a jugar».

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En Laddakh, un antiguo reino vecino a Tíbet donde los monasterios budistas aparecen espolvoreados entre las faldas y valles del Himalaya, encontré a este joven novicio. Era el mayor de sus hermanos y la tradición de la zona obliga a los primogénitos a internarse en un monasterio. Destacaba entre los otros novicios de su edad porque chapurreaba inglés bastante bien, así que en los días que pasé viviendo en el monasterio hablamos varias veces. Le pregunté si estaba contento estando allí o si hubiera preferido quedarse en su poblado y me respondió algo así: «Mis padres me enseñan muchas cosas, pero otras sólo las puedo aprender con los maestros de aquí. Algún día yo seré padre, y para eso también tengo que aprender. Es bueno tener maestros». A mi rapado amigo, como a la mayoría de novicios del mundo, el budismo le importaba un bendito pimiento, pero a su joven edad ya despuntaba como maestro. Años más tarde me encontré en un monasterio de Sikkim con su maestro, y enseñándole esta misma foto me dijo que el joven regresó a su pueblo.

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Encontré a este chico en un autobús de Senegal. Era mi primer viaje a África, venía a dedo desde España y aun ignoraba las largas esperas de un continente donde los horarios los marca la juguetona rutina de cada día y no el reloj. Esperamos seis horas hasta que partimos. Llegamos al destino en cuatro. En la espera, la madre del muchacho me dijo algo que me marcó. «Si se vive deprisa, no hay tiempo para pensar ni sentir«. Yo, y supongo que mucho de los que resoplando se quejaban de las tantas horas de motor parado, nos hubiéramos reído de la señora si hubiera repetido la frase. Hoy, con la nostalgia calma de esta noche, lo veo desde otro prisma y me acuerdo con cariño de esa señora maestra.

Mercado de Suleimaniya, en el Kurdistán irakí

Mercado de Suleimaniya, en el Kurdistán irakí

Hombres con ropa tradicional kurda en Irak

De mi viaje a Irak me he tenido que acordar forzadamente estos días viendo cómo se me encogía el corazón. ¿Cómo tenemos esa capacidad de destruirnos así? ¿En qué momento nos convertimos de repente en monstruos? ¿Qué clase de mecanismo mental nos permite hacernos tanto daño? Los días que pasé en ese país fueron un auténtico regalo. Los culpables de esto, como suele ser norma, fueron sus habitantes. Con un atardecer de esos que parecen que el cielo llore, un hombre de aspecto circunspecto me recogió mientras levantaba el pulgar en los territorios que hoy  controla el ISIS. Era profesor de Historia y no tardé en preguntarle por los últimos conflictos de su patria. Tardó un buen rato en resumirme todos los vaivenes sociopolíticos de los últimos cuatro mil años de las mismas tierra que recorríamos. La cuna de la Humanidad parecía estar maldecida para ser por siempre un hervidero de constantes conflictos. Le pregunté qué le movía a quedarse allí pudiendo elegir dónde vivir de todo el mundo. Y no sé si evitando la respuesta que hubiese esperado escuchar, me dijo algo así: «Los conflictos de nuestra sociedad, y los de todas las del mundo, no son más que reflejo de lo que tenemos dentro. Una guerra no es más que el reflejo exterior del conflicto interior de quienes la luchan. Por ello trabajar por el propio bien interior es irremediablemente paliar también los del exterior». Hoy sólo espero que aquel convencido pacifista de Mosul no haya caído en las asesinas manos de un conflicto que poco – o mucho –  tiene que ver con él.