Soy poco dado a listas, comparativas o rankings, particularmente cuando éstas hablan de viajes. ¿Quien puede comparar la belleza contemplar la caída del Sol sobre la antigua Bagán, con ver despuntar los primeros rayos de la mañana sobre las cumbres del Himalaya? ¿Recorrer las junglas de Borneo con navegar por los afluentes del Amazonas? ¿Convivir con los chutki de Kamchatka con participar en los rituales de los bosquimanos o yanomamis? No obstante, si bien no es una lista, resumo aquí escuetamente lo que he vivido durante esta última vuelta al Sol

En un barco en el Bósforo, considerado frontera natural entre Asia y Europa, di la bienvenida al 2012, bajo fuegos artificiales y la visión de las principales mezquitas de Estambul iluminadas para la ocasión. Aún me quedé una semana más en Estambul, conociendo barrios poco visitados,gente inusual (entre otros, el director del Museo Nacional de Historia, que me explicaba algunas piezas), y reafirmando mi amor por tan viva urbe.

Un mes después, abandoné la que fuera mi casa en Turquía para entrar en Europa a través de Grecia. Las autoridades religiosas pertinentes me habían otorgado el Diamonitrión, uno de los contadísimos permisos que otorgan a los no ortodoxos y que permite peregrinar al Monte Athos, uno de los lugares que más especiales en los que jamás he estado. Desde allí hice autostop hasta Atenas, donde antes de regresar a España agradecí a la estatua de Hermes, deidad griega de los viajeros y las fronteras, por la preciosa temporada que acababa de vivir residiendo en Turquía, y que me había permitido conocer en profundidad dicho país, presenciar la Semá de los derviches giróvagos en Konya, los campamentos de refugiados del conflicto armado sirio, adentrarme a dedo hasta Irak, visitar en ese país la ciudad sagrada de los yazidíes, ver amanecer en el Monte Nemrut o la antigua Pérgamo, entre otras muchas experiencias.

Monasterio de Simono Petras, donde pernocté mi última noche en el Monte Athos.

Aún ignoraba que en Abril volvería a moverme, esta vez a la RASD (República Árabe Saharaui Democrática). Si bien en viajes anteriores había conocido la parte del Sahara Occidental ocupada por Marruecos, así como la liberada por el Frente Polisario, me restaban los campamentos de personas refugiadas de Tindouf. Esta cárcel a cielo abierto lleva casi cuatro décadas invisibilizando a más de trescientas mil personas en la hamada argelina (algo así como “el desierto dentro del desierto”). Profundizar en cómo la fortaleza y optimismo acaban sobreponiéndose a  la rutina que el día a día escribe en este pueblo exiliado, entre otros asuntos,me supusieron una lección de humanidad que me hizo pensar durante mucho tiempo, de la que sigo sin aclarar alguna idea, y que en breve compartiré por aquí (queda la promesa por escrito).

A mi regreso a España, debí atender a algunos deberes, y por primera vez en diez años, pasé un verano en mi país. Hacía justo un año que tras un viaje a la aventura por África, donde alcancé Tombuctú en autostop, me interné ilegalmente en la RASD, tuve en mis manos manuscritos del mismo puño de León el Africano, o me invitaron a una boda de tres días en un poblado perdido, el continente negro decidió regalarme una malaria que, literalmente, casi no cuento. Así, en Agosto decidí no vivir más aventuras para pasar unos días por el Norte de España aprovechando las vacaciones de mi familia.

Los siguientes meses los pasé en casa. Había comenzado a aficionarme a la escalada, deporte que me atraía, no sé si más por su componente física o por la psicológica, y que aparte de ayudarme a recuperarme físicamente de la malaria, me permitió pasar muchos fines de semana en la montaña en compañía de buenos amigos. Aproveché el descanso para poner orden a las mil ideas, experiencias y enseñanzas acumuladas de piel para adentro, amén de recibir las madrugadas devorando libros de antropología, Historia, religiones, aventuras… En esencia: leer de viajes. No pocas veces la necesaria óptica del tiempo ayuda a macerar todo lo vivido viajando, y la tranquila vida que a veces no quisiera tener acaba tornando la perfecta aliada para digerir y madurar todo lo aprendido.

Volví a Madrid, de allí a Zaragoza, y usé esa ciudad como base para hacer varias escapadas al Pirineo, conociendo pueblos que aislados por la altura, aún mantienen la lengua fabla, ya casi extinta, y otros lugares que me parecieron interesantes, como la Ermita de Treviño, o los Valles de Ansó y Echo, donde algunas personas siguen vistiendo ropas tradicionales y el contraste de la vida rural con la metropolitana se torna obvio tan pronto uno entabla conversación con sus simpáticos habitantes.

Pero me volvió a picar el gusanillo… Con la excusa de que el gran viajero André Brugiroux daba una charla en La Rochelle, decidí una noche irme conocerle en persona y pasear por esa zona de Francia, sin embargo, un viejo amigo a quien debía una visita me persuadió para vernos en Toulouse. Como todos los buenos planes, la planificación había sido nula. Al día siguiente, tras abordar seis vehículos, llegaba a dicha ciudad, donde los nombres de las calles siguen escritos en lengua occitana. Abandoné el país cátaro para pasar unos días en Barcelona antes de regresar a Andalucía.


¡A Francia!

En ese parque con vistas comí antes de irme de Toulouse.

 Y días después acabó el año. Me había movido mucho menos de lo que hubiera querido, pero tantas horas sedentarias me habían regalado tiempo suficiente para pensar y meditar, y en todos esos pensamientos estaban siempre los viajes. Más allá de los viajes en sí, analizaba que eran realmente las personas que gracias a ellos había conocido, cuyas palabras, enseñanzas, y sobretodo actos (quien hace algo, ya está hablando per se ), me habían aportado las mejores reflexiones. Sin duda, los viajes son sus gentes, y es por ello que he decidido empezar a relatar en esta página encuentros con personajes, que muchas veces por no alargar los textos, acabo omitiendo al compartir mis diarios viajeros. Desde vagabundos hasta monjes de templos, pasando por narcotraficantes, viajeros, comerciantes, terroristas, misioneros,mercaderes, transportistas, escritores, anacoretas y otras vidas peculiares con las que he tenido el privilegio de cruzarme viajando, y que en mayor o menor medida me marcaron o aportaron algo. Y sin más preámbulo, he aquí el primero de ellos:

Un viajero peculiar en Kosovo:

Llegué a Kosovo al amanecer. Venía en una furgoneta diminuta, de fabricación soviética, enlatado junto a dos completas familias de albano-kosovares. En el control fronterizo, entonces operado por las fuerzas de Naciones Unidas, un joven danés (u holandés, no recuerdo bien) me hizo una buena ronda de preguntas al parecerle extraño que un europeo con apenas veinte años viajase a aquel país todavía no reconocido en semejante vehículo, y cruzase la frontera de madrugada. Acabamos echándonos unas carcajadas.

 Me apearon a las afueras de Pristina, y desde allí caminé hacia el centro de la ciudad. Durante un par de kilómetros, sólo caminaba entre las ruinas y heridas físicas que la última guerra de los Balcanes había dejado en aquel barrio. De uno de los edificios, a mi paso, apareció una de las personas más enigmáticas que jamás haya conocido viajando. En un perfecto inglés, y usando términos y expresiones de extrema formalidad en dicho idioma, me preguntó si sabía dónde podía enviar un fax. Recabé en el aspecto físico de quien ya caminaba a mi lado calle arriba. El que a través de un agujero de la entrepierna pudiera verle los genitales no me sorprendió, cuando me apercibí de que cojeaba, tenía roturas y desquebrajos por pantalones, camisetas, y la chaqueta que lo cubría. Sus zapatillas dejaban entrever los dedos del pie, y la suciedad de su ropa se confundía con la de su cara. Portaba un maletín tipo ejecutivo, de piel, cerrado con combinación numérica, que en aquel momento me hizo elugubrar en un periquete todo tipo de teorías.

 Confieso que por un instante pensé que querría robarme, más aún cuando rebuscaba con su mano el bolsillo más cercano a mi, en lo que yo interpretaba que buscaba el momento para sorprenderme con una navaja. No obstante, la primera gran sorpresa vino cuando al yo decirle que caminaba sin dinero al haber sido robado (excusa con la que intentaba de alguna manera disuadirle de su posible robo), me ofreció varios billetes de los países vecinos. Un par de euros al cambio, que por cada país sumarían unos seis. “Quédatelos, que es menos que nada”, me decía mientras yo declinaba su oferta. Al llegar al centro, nos separamos.

Mi peculiar amigo va al baño en la estación de autobuses de Pristina (Kosovo).

 Dos días más tarde, me acerqué a la estación de autobuses a tomar el nocturno a Podgorica, cuando encuentro en la cola a mi misterioso amigo. Mientras esperamos, descubro que es holandés, trabaja como intermediario comprando materia prima en grandes cantidades, que posteriormente vende a empresas o fábricas, y en los quince minutos, va al servicio unas tres veces. ¿Insuficiencia? ¿Consumo de drogas? ¿Mal de estómago? Nunca lo supe. Ya en camino a Montenegro, pregunté abiertamente: “¿Qué haces aquí?”. Nunca olvidaré lo épico de su tono al sentenciar “It all began in Shangai” (Todo empezó en Shangai), cuando empezó a contarme su viaje desde dicha ciudad, sin tomar aviones, hacia los Balcanes. Entremezclaba magistralmente su propio experiencia con alusiones a libros de historia y viajes, detalles culturales y apreciaciones propias de quien ha leído mucho. Pasaporte en mano, comprobaba cómo había pasado más de una semana en Bhután, país que por entonces costaba un ojo de la cara visitar (a fecha de hoy, no ha cambiado mucho). No sólo coincidía al hablarme de los precios que yo conocía, sino sobre fronteras terrestres complicadas, lugares donde conseguir visados e información similar. Todo los pasajeros nos miraba extrañados, rumoreando en voz baja, y alguno reflejaba cierto miedo en su rostro ante el aspecto de este personaje. No en vano, varios le negaron sentarse a su lado una vez entró en el autobús. Nos ofrecieron refresco con gas, que viene incluido en el billete, y mi nuevo amigo me regaló el suyo explicándome que no consumía bebidas carbonatadas, pues sólo se alimenta de productos sanos. Y ésto derivó en una conversación (o más bien monólogo) sobre las costumbres alimentarias por todo el globo, y es que, como más tarde averiguaría, había puesto pie en más de ciento treinta países, siempre integrándose con sus habitantes, viajando por tierra o barco, e interesándose por la historia de los territorios que conocía. Su conversación desprendía una cultura envidiable, y me dio pena que se quedase dormido pronto.

 A la mañana siguiente, ya en Podgorica, le invité a pasear juntos por dicha capital, aunque él prefirió descansar y ducharse. Lo cierto es que su olor corporal era llamativo, y luego supe que llevaba una semana sin ducharse. Sabía que sólo había un hotel en la ciudad, de precio nada asequible, así que lo buscamos juntos y le ayudé a regatear el precio. Cincuenta euros la broma que aunque le parecía caro, pagó. Entonces vi cómo dentro de su maletín portaba sólo papeles, otra gorra y una maquinilla de afeitar. Nos despedimos poco después, en la puerta de una panadería en la que compró un bollo para desayunar, y me regaló otro por la ayuda en el regateo.

No, no tenía ninguna foto mejor.

Siempre me quedará la duda sobre quien era realmente aquel hombre, un haraposo viajero, que bajo su vagabundesco aspecto me explicaba la importancia de viajar para conseguir desarrollar plenamente el alma. Nunca sabré si cojeaba a causa de una paliza (un comentario me hizo sospechar ésto), o si sus vestimentas eran ocasionales. Nunca sabré, cada vez que vuelva a ver a un vagabundo en una estación, si esconde un pasaporte lleno de historias cuya apariencia física, y mi propio prejuicio, se encarga de ocultar.