(Nota: Esta es la segunda parte del relato completo. Te recomiendo que leas antes la primera. Puedes hacerlo pinchando aquí)

Desperté de repente a las cuatro y treinta y tres, aunque lo cierto es que había dormido bastante ligeramente. Supongo que como estrategia mental de fortalecimiento, fui inconscientemente recordando todas las veces que en ese viaje algo me había fallado. Desde la nimiedad de un ticket de metro en Londres que no funcionó creando una discusión con un impropiamente violento inspector, hasta el desprendimiento de rocas que colapsó y resquebrajó la carretera por que viajaba impidiéndome llegar a Sikkim. O la negativa tras haberme aceptado del carguero con que pretendí navegar a las islas Andamán, el mismo día además que me negaron el visado bangladí, las tantas veces que había enfermado, el día entero en Kathmandú en el que no pude conseguir un permiso gratuito para adentrarme en el Reino de Mustang (el permiso no baja de los 700USD, mi presupuesto para más de cien días de viaje) y un largo etcétera de plantones. Ni uno más me juraba mentalmente. La imagen mental que me había forjado sobre las fuentes del Ganges, llenas de ascetas bañándose en sus aguas, anacoretas viviendo en cuevas cercanas y contados peregrinos extasiados por llegar hasta allí me asaltaba a fogonazos en la cabeza. Silenciosamente, para no despertar al dueño del templo, salí de su casa por la ventana.

El comienzo del camino a lo largo del valle.

Montañas de seis mil metros flanquean el camino.

Ingeniería himalayáica.

Sólo se escucha el río.

La tarde anterior, poco después de haber sabido que alcanzar el glaciar estaba prohibido temporalmente por las autoridades, un saddhu de sonrisa picarona ya me indicó que por la otra orilla del río unas rocas grandes permiten cruzarlo casi hasta su mitad. En la otra media unas piedras lo frenan, relajándose las aguas lo suficiente como para no arrastrarte si eres hábil. Desde esa misma orilla, la opuesta a la casetilla de los guardas, vi la misma iluminada por dentro, confirmándose mi temor de que el camino hasta las fuentes del Ganges estaba controlado hasta de madrugada. No quedaba otra más que cruzar el río, y debía además apresurarme antes de que clareara el amanecer. Con Luna en cuarto creciente, tenía la suficiente ayuda lumínica para ver sin ser visto. En ropa interior, guiándome con mi diestra y portando con la siniestra mi mochila, hacía esfuerzos mentales por soportar las gélidas aguas, hasta que crucé en absoluto silencio a la otra orilla. Con una muda sucia me sequé y me abrigué con toda mi ropa: un pantalón, una camiseta de manga larga y dos cortas. Para entrar en calor caminaba casi trotando, y siendo el sendero en su comienzo bastante llano, me costó tan poco hacer varios kilómetros con el frescor de la mañana de una tacada como calentarme. Llevaría unos cinco kilómetros cuando oí un grito. Recuerdo que exclamé un “¡mierda!”, segundos antes de que tres soldados me diesen el alto. Me habían pillado. Me requisieron el pasaporte y permiso de entrada al parque impidiéndome además seguir caminando. Sinceramente dudaba que en caso de expulsarme, me hubiesen acompañado de vuelta a Gangotri, y sospechando que les había hecho bastante poca gracia pasar la noche allí, traté de actuar con toda naturalidad mientras les ofrecía unas rupias “para un refresco”. Sólo me dijeron que si alguien preguntaba, no les había visto.

Seguí caminando con fuerza. La vegetación que crece en esta zona es particular dureza, pues durante varios meses al año el hielo, nieve y bajas temperaturas impiden florecer cualquier ser. Aún así, un par de veces tuve suerte de ver a escasos metros de mi una rapaz cazar algún ratonzuelo, y a un ave de colores reflectantes, el lofórofo, que luego descubrí sólo vive en el Himalaya y pertenece a la familia del faisán. Sin embargo, lo que más me fascinó fue la suavidad de la cumbre del Shivling, una cima de seis mil y muchos metros que apareció a la derecha acompañándome buena parte del camino que iba improvisando entre piedras.

Las cimas de los imponentes Bhagirati.

La cumbre nevada del Shivling, desde la lejanía.

Recuerdo el momento en que tras tras un leve giro, el valle dejó entrever las cumbres que marcarían el Norte de lo que me restaba de camino. Se alzaban ante mi tres imponentes moles que rondan los siete mil quinientos metros, los Baghirati I, II y III. No es casual el parecido de este nombre con el que recibe India en casi todas los más de mil lenguas que hablan sus habitantes: Bhārat. El nieto del rey homónimo, tras deshacer el entuerto que los hijos de éste habían creado removiendo las tierras cercanas al Monte Kailash, en cuya cima se hallaba el templo en que su abuelo había sido incinerado (dando además origen mitológico a esta tradición funeraria), consiguió apaciguar la ira de los nagas, o esos demonios que de acuerdo a la tradición hindú moran bajo tierra, y lo que hoy conocemos como Ganges es la encarnación de la diosa homónima, venida a la Tierra por las plegarias de este nieto, y absorbiendo así los pecados de la descendencia de Baghirati,emerge en la tierra bajo estas montañas. Es curioso que este glaciar retroceda, de acuerdo a investigaciones científicas, casi un metro al año. Se estima que en su origen finalizaba justo donde hoy día se encuentra Gangotri, que es por ende el sitio en que los Vedas relatan que varias deidades habitaban y meditaban.

Este valle es precioso.

Al fondo, bajo esos picos, las fuentes del Ganges.

A mitad de camino, me encontré a dos graciosos sherpas. En un inglés más que rudimentario nos reíamos a carcajada limpia. Portaban entre sus espaldas y cabezas cantidades de comida enormes al ashram que justo asomaba unos metros después. Junto a éste, habían camuflado instalaciones militares, aunque por ellos supe que estaban vacías esa mañana. Me alegré por que temía otro control, en que igual no hubiese tenido la suerte que en el anterior. También encontré el ashram vacío. Sólo encontré un hombre en la cocina del cuartelillo militar con quien no compartía idioma más allá del siempre útil lenguaje de gestos. Aún así, nunca supe dónde estaban las diez o doce personas que vivían allí. Me despedí, y ya sólo vinieron cuestas arriba, pero no importaba, estaba tan ilusionado que no pararía hasta Gaumukh. En sánscrito, ‘gau’ significa vaca, y ‘mukh’ rostro. La fuente del Ganges recibe este nombre por su parecido con la cara de dicho animal, sagrado además para los hindúes. Unos kilómetros después, una enorme pintada señalaba que acababa de superar los cuatro mil metros de altura, lo cual quería decir que había ascendido un desnivel de casi mil metros desde Gangotri.

Mi amigo sherpa debe tener una espalda bien curtida.

Primer descanso en cinco horas, junto al ashram y campamento militar

De repente se hacía frente a mi una imagen que dejaba a la altura del betún a la que tantas veces había visto en fotos. Era al fin Gaumukh. Me quedé quieto, o más bien paralizado, durante un segundo. Me temblaban las piernas. Corrí como un poseso. Me desnudé y lentamente, como si no quisiese molestar al agua, entré en el cauce hasta sumergirme entero. Unos metros más al Norte no había más río. Ahora sí que había llegado. Se me caían las lágrimas a borbotones y cuento con los dedos de una sola mano las veces que me he sentido en un estado de tan plena felicidad y plenitud existencial. No sentía frío pese a estar rodeado de hielo. Inflaba el vientre, flotando así sobre el agua, mientras contemplaba a mi izquierda las tres cimas de los imponentes Baghirati, así como el Shivling que se erguía frente a mi. En aquel momento sentía que mi vida valía un potosí. Físicamente había alcanzado el origen del Ganges, pero de piel para adentro aquello era algo más.

En algún cuento en mi niñez leí alguna vez que si crees en algo lo suficiente, acaba tornándose realidad. Si eso fuera cierto, poca duda debe caber de que el Ganges es, cuanto menos, el río más sacro de la Tierra, por la enorme deidad que representa para los millones de devotos que adoran sus aguas y lo que éstas les significan. Bañarme en el punto exacto en que hielo y nieve himalayáico se funden dando lugar a tan renombrado caudal me despertaba una serie de sensaciones y sentimientos que nunca lograré expresar fidedignamente por escrito. Tocaba el agua recorriendo mentalmente los dos mil y muchos kilómetros de su recorrido. Desde su rápido cauce en el Himalaya o los primeros ashrams grandes en Rishikesh, a las enormes plantaciones que baña en Madhya Pradesh, los ghats de incineración de Benarés y Allahabad, o su delta en Bengala en zonas llenas de tigres antes de alimentar al Índico. La vida del Norte de un país entero virando torno a un río, una idiosincrasia creada en parte gracias a esas aguas… Salí del agua y me apresuré a vestirme con la sensación de estar viviendo un extraño cuento,  quizá uno más dentro de os tantos que cada día nacen en esa India cuya  realidad  supera toda ficción.

A cuatro mil metros, cerca ya de Gaumukh.

¡Al fin, eso es Gaumukh! De aquí en adelante no hay más río…

Había considerado alcanzar Kedarnath, otro de los enclaves sacros de esta peregrinación, montaña a través desde Gaumukh, pero no teniendo ni un mendrugo de pan conmigo, desconociendo el camino, por puertos de casi cinco mil metros de altura, que además estaban ya comenzando a helar, y sabiendo que no me hubiese tomado menos de cuatro días recorrerlo, tras secarme como pude comencé la vuelta a Gangotri por donde había venido. Estaba ya cansado y sentía alguna vez leves pinchazos en la cabeza, que atribuí a la altura. Hice la vuelta sin contratiempos, de un tirón, deshaciendo lo ya andado, y temiendo que el gélido frío que soplaba pudiese acarrear nieve. No me crucé con nadie de nuevo hasta mi llegada a Gangotri, donde pocos metros antes me volví a desnudar y cruzar el río silenciosamente para no levantar sospechas.

Pequeño altar shivaista en el camino.

Hasta en los lugares más recónditos ponemos leyes…

Había caminado casi sesenta kilómetros sin comida y bebiendo agua del río. Caía la noche y apenas tuve tiempo para hablar con el dueño del famoso Templo Blanco, en cuya casa había dormido la noche anterior, antes de que comenzase la Aarti, la ceremonia dirigida al río como deidad, de aquella noche. Le conté de donde venía, y se alegró enormemente al haber visto mi interés la noche anterior. En la ceremonia, bendijo además frascos de agua y arena que había recogido en Gaumukh, así como unos rosarios que bañé en el mismo lugar. A mi vuelta a España distribuiría todo entre mis seres queridos. Como esa noche este hombre había recibido visita, compré verduras varias y me dirigí a la cueva de unos saddhus que había conocido mi primer día en Gangotri. Ellos las cocinaron a lo indio mientras yo me encargaba del te.

La entrada a la cueva, vuelvo a visitar a mis amigos saddhus.

¡Preparando la cena!

¿Qué había de malo en haber penetrado ilegalmente en las fuentes del Ganges? ¿No pertenecía acaso este río a toda la Humanidad? ¿No tenemos todos el mismo derecho a admirarlo, a deleitarnos ante el exuberante paraje que las montañas que lo rodean crean? ¿Puede colmar de felicidad a un hindú, siendo este lugar sagrado para su religión, más de lo que ese día estaba yo? ¿No debemos perseguir los sueños, al precio que sea, siempre? ¿Era acaso inmoral haber desacatado las leyes cuando mis acciones no habían dañado a nadie, de ninguna manera? Pensando todas estas y más preguntas, con una sonrisa de oreja a oreja, y con la mochila como almohada, me quedé aquella noche dormido en el suelo de la cueva.