Hace poco volví a África. Poco puedo decir todavía del proyecto con el que me había comprometido, pero lo cierto es que por primera vez en mi vida tenía miedo a ir. No temía a los países por los que pasaría, tampoco a las advertencias gubernamentales y mucho menos a los africanos. Tenía miedo a mí, a abandonar Asia y romper con ello la dinámica interior que un viaje de más de un año te regala. Estando allí envié una carta (una moderna, de esas que se escriben en pantallas y llegan al destino tan pronto pulsas “enviar”), y hoy la comparto aquí. Es la siguiente:

Nouackchott, 17 de Junio del 2014.

Una contrarreloj de transportes me llevó del aeropuerto al centro de Casablanca. Afortunadamente y contra todo pronóstico mínimamente positivo, llegué a la estación de autobuses tres minutos antes de que saliera el único que baja hasta el Sahara Occidental. Irónicamente, estaba en unos de los contados países del continente donde los horarios sí existen, y esa vez jugaban en mi contra. Tan pronto me senté arrancó el autobús. Creo que incluso entonces no era aún realmente consciente de que había vuelto a África. Apenas había pegado ojo desde que había salido de Singapur dos días atrás y todo me resultaba ligeramente onírico y mi inconsciente se entretenía anestesiándome con el recuerdo de viajes anteriores. Un cúmulo de sensaciones, reflexiones, conversaciones y los sentimientos que entonces me despertaron fueron reviviéndose en un primerísimo plano con una  naturalidad que jamás he tenido. Parecía que se supieran de “vuelta en casa”. Algo parecido a volver a oler algo que sólo oliste una vez hace años, y de repente viajar en el tiempo a ese instante en que la nariz aún cosquillea con el olor. Una delicia.

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Dicen los psicólogos que existen varios tipos de memorias. La mía es claramente visual: inconscientemente almaceno imágenes aleatorias que aparecen frente a mí. Muchas de ellas, testigos neuronales de otros viajes a África, han ido brotando fugazmente en mi cabeza durante los últimos años sin saber siempre con precisión dónde estaban aquellos lugares. En una suerte de regalo no tuve más que clavar la mirada más allá de la ventanilla para que fueran apareciendo esa misma gasolinera donde un día paré a comer haciendo dedo, ese otro cruce donde tres cuartos de lo mismo, la panadería de un pueblo de cuarenta habitantes donde desde el bus vi a al mismo Mahfoud y su juguetón hijo (que ahora vi cinco años mayor) que un día me alojaron, ese pueblo pintoresco en las montañas que al ver por primera vez me propuse conocer algún día (aunque siga la promesa pendiente, al menos ahora sé dónde está el lugar), dos chabolas de unos pescadores al borde de un acantilado donde pasé otro par de días, una carnicería en la que ayudé a repartir género a cambio de unas monedas para seguir el camino a España, algunas otras estampas paisajísticas y por encima de eso otra tanda de lugares que probablemente no digan mucho a casi nadie (señales de tráfico, controles de gendarmes…), pero para mí tienen un especial significado por todo lo que me representan, aprendí transitando por ellos, o porque sin “ser nada” en algún momento pasaron a ser parte de mi memoria. Quizá rompí el encanto de que pueda volver a revivir dichas sensaciones, fotografié esos lugares tan pronto los veía. Mis compañeros de autobús me debieron tomar por loco, y repasando ahora esas imágenes pienso que cualquiera que las viera pensaría sin dudar que tengo cuatro años. Supongo que son buen ejemplo son para confirmar que las cosas no tienen más importancia que la que queramos darles.

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[Mi mochila esperando bajo el Sol del Sáhara a que alguien nos recogiera.]

En el bus hice amistad con un saharaui. Ya sabes que este pueblo y conflicto me toca particularmente la patata. He convivido con ellos en las tres partes en que su país está dividido ahora y siempre me han parecido de una generosidad y bonachonería superlativa. Antes de saber que mi nuevo amigo se llama Allanh ya estaba invitado a su casa en Dakhla por tantos días como quisiera. Pero esta vez no estaba de viaje. O quizá sí. ¿Qué es exactamente un viaje? ¿No lo es todo? ¿No depende más que de nuestra actitud, y no de lo que aparece por delante? Teniendo prisa y no habiendo transporte público, seguí camino a dedo. Me pregunto cuántas personas en el mundo irán a trabajar en autostop. En la misma rotonda donde dos policías me insultaron e increparon violentamente hace ahora dos años fui invitado a té y nos contamos chistes. ¿Cuál de las dos veces prevalecerá en la memoria cuando vuelva a pasar por allí o recuerde el lugar en el futuro?

Cuatro horas esperé hasta montarme en una furgoneta de un montador de muebles. Es un maliense afincado en Italia. Si lo que más me gusta de los viajes es conocer gente, las amistades espontáneas con ambas partes conscientes de que el encuentro apenas durará unas horas, -raramente días-, duplica ese gusto. Sin máscaras, tapujos o tabúes, -¡para qué tenerlos si no nos volveremos a ver!- estos encuentros descubren a espontáneos filósofos que te relatan su vida desnudando sus miedos, pasiones y las reflexiones propias de vivirla. Los pasajes y episodios de la niñez de mi nuevo amigo hablaban entre líneas de la crudeza de su país, pero también de la alegría con la que recordaba todo. A veces pienso que tres o cuatro horas en África dan para escribir un par de libros rellenitos.

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Transporte público en Mauritania

Llegamos tarde a la frontera mauritana. Curiosamente, la primera vez que la pasé años atrás, también llegué con un maliense residente en Italia y también nos tocó hacer noche por allí. Me encantan esas coincidencias. El sitio para dormir es un bar-pensión donde no hay agua, se comparte habitación con mucha gente y a pocas palabras que intercambies con ellos te das cuenta de en qué parte del mundo estás. Un chico de Costa de Marfil está atrapado desde hace mes y medio allí por una mafia que le ha obligado a transportar un coche que no ha podido pasar la frontera, y mientras espera alguna solución es vigilado para que no huya. A una guineana que duerme en el colchón contiguo al mío al ir a pedir la cena le proponen acostarse con el de la barra. La negativa y enfado de la mujer no coarta demasiado al barman que minutos después pregunta lo mismo a otra huésped. Son muchas las prostitutas que pasan por allí y las mujeres que se ven forzadas a vender su cuerpo para sacar dinero con el que seguir camino. “África”, me repito mentalmente, casi a modo de mantra, mientras intento asimilar las historias que me cuentan o que veo.

Me hago amiguete del camarero, cuya lengua suelta da cuerda a más historias que quitan el hipo. Destaca alguna de tráfico humano por una entrada ilegal apenas cinco kilómetros al oeste de donde estamos. Inevitablemente recuerdo mi primer viaje a África, cuando almorzando una aldea de chozas de adobe me apercibí incrédulo de lo que tenía frente a mis ojos: esclavos en el siglo XXI. Siempre abogué firmemente contra no modificar otra cultura o creencia, pero casos como éste me hacen tambalear dicha defensa, o recordarme que ante cualquier afirmación tajante siempre cabe una excepción. Hay cosas que no deberían existir. Llevo dos días febril y el exceso de impresiones no me hace darme cuenta. Duermo tapado con dos mantas, y es que en el desierto aún en verano hace frío. Todavía no he descansado bien desde que salí de Singapur hace cuatro días, y volver a escuchar y ver con mis ojos todas estas atrocidades, mirar a los ojos de esta gente, ver sus pieles, gestos, y sobre todo el optimista modus vivendis con que escriben su rutina me devuelven a África. Se me había hecho muy raro dejar Asia, y ahora siento que se me va a hacer raro volver.

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A la mañana siguiente la cola de coches y camiones para cruzar es aún más grande que cuando me acosté. La gente se prepara. Saben que esa frontera, donde la corrupción generalizada tiene fama, no se cruza en menos de cuatro horas. Pero nadie parece darle excesiva importancia ni siquiera hablar de ello. Rutina, supongo. Una chica comparte conmigo su desayuno, pan y té, mientras me cuenta que por un problema absurdo (una firma que a los aduaneros no parece real) lleva una semana parada allí con el vehículo, mercancía y pasaporte confiscados. Su familia espera tres países más al sur. Mientras intenta resolver el problema, los policías le han repetido hasta tres veces: «Aquí no tenemos sentimientos». Ella conoce de sobra el juego de los agentes, y que la firma les parecerá tan válida como realmente es tan pronto reciban algunos billetes “para el café”.

Sé que declarar que se viaja a pie agiliza los trámites, y así soy el primero en abandonar la frontera marroquí y aún recorro caminando los cinco kilómetros entre campos de minas que la separan de su homóloga mauritana. Es una tierra de nadie fruto de la guerra del Polisario donde gentes de pocos escrúpulos hacen de ese espacio invisible a los mapas el perfecto enclave para sus ilícitas operaciones. Trapicheos varios en la compra-venta de vehículos, armas, drogas, alcohol o mercancía no declarada. En el lado mauritano espero dos horas frente a la ventanilla en que emiten los visados. El tiempo no existe aquí… Sé que por unos euros hubieran querido trabajar antes, pero ni quiero pagarlos ni quiero fomentar esa corrupción.

Poco antes de entrar aparece un burkinés que lleva doce años en España. Lleva los cinco últimos en paro (antes alquitranaba carreteras), y ahora se gana ahora la vida bajando coches a África para venderlos. Acabo de co-piloto en su coche. Youssuf es un africano en plena regla, al menos tal y como yo concibo tan notorio adjetivo. Noble, justo y amistoso en su trato, sin dejar de mostrar una sonrisa o las suficientes tablas que le permiten salir airoso de las tantas pruebas que recorrer su propio continente exige. Abandonamos la frontera mauritana seis horas después de que entrase en la marroquí. Ambos recordamos otras veces en que hemos tardado más y con un “Hamdulilah” casi damos gracias a los dioses de aquella tierra. Aún nos restan, si todo va bien, cinco horas de camino hasta la capital de Mauritania, Nouakchott.

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En la mayoría de África apenas hay fábricas y no sólo los coches se importan a través de esa suerte de red comercial, sino que éstos cargan a su vez todo tipo de mercancía: batidoras, tostadoras, ropa, radios, linternas, reproductores de CD, un scanner y cajas varias completan una lista de artículos de segunda o tercera mano comprada en España por céntimos. La ganancia por pieza es mínima, pero hemos vaciado medio vehículo y los beneficios servirán a Yousuff para costear los diez días de continua conducción hasta su Burkina Faso natal.

Nos sentimos antiguos comerciantes llegados en una caravana de camellos. Al aparcar junto a las dos casas donde venderemos la mercancía se nos acercan expectantes algunos ricachones de la ciudad buscando las últimas novedades. Los deshechos tecnológicos de Europa servirán para reforzar su status social, y éste triste hecho vuelve a unir a dos continentes de habitantes más separados por sus propios miedos y prejuicios que por su evidente naturaleza común. “África”, vuelvo a repetirme mentalmente…