Tras un mes inolvidable mi viaje por Mali llegaba a su fin. Me dirigía a Kayes, en el noroeste del país, pensando cómo proseguir mi viaje. La primera opción era visitar la histórica Walata, que se me había escapado en otras visitas a Mauritania, pero renuncié a ella cuando supe que grupos vinculados a Al-Quaeda en el Magreb Islámico estaban operando esos días en la única vía de acceso a esta ciudad, y ni los mauritanos se desplazaban allí. La segunda idea que me planteé fue conocer las dos Guineas, deteniéndome en las paradisíacas islas Bigajos, donde tortugas gigantes se dirigían esos días a incubar sus huevos. Sin embargo, intuí que me movía más la imagen mental que había forjado de este patrimonio natural y que lo que realmente buscaba era descansar y tener algo de soledad tras llevar un mes constantemente acompañado por los malienses que había conocido.

Entonces me sobrevino una tercera opción: meses atrás perdí la oportunidad de viajar a los campos de refugiados saharauis de Tindouf, en Algeria. Usaría mi vuelta a España por tierra para adentrarme no en esos campos, sino en la propia República Árabe Saharahui Democrática (RASD). Esta antigua colonia española está ahora dividida en dos partes. Una liberada por el Frente Polisario y otra ocupada por Marruecos. Las separa el conocido como muro de la vergüenza, una construcción de casi 3000 km que nunca aparece en los mapas. Era el momento de conocer de primera mano la realidad de quienes viven al otro lado de ese muro, y escuchar un testimonio que por mucho que griten nunca sale de ese desierto. Por fin podría hablar con esos antiguos españoles que sobreviven en un país no reconocido en una de las regiones más áridas de todo el desierto del Sahara. Ahora sí tenía claro cómo proseguir: cruzaría toda Mauritania en autostop y buscaría cómo entrar ilegalmente en la RASD. Lo veía todo de color de rosas, ignorando todas las dificultades de mi ruta.


Poblados del Sur de Mauritania, donde nos despedían al vernos pasar desde encima de sus chozas.

Pero abandonar Mali no me sería tan sencillo. En Kayes averigüé que en el único paso fronterizo abierto a los extranjeros habían agotado lo formularios que han de rellenarse para salir del país, debiendo esperar al siguiente cambio de turno (tres o cuatro días) para que trajesen algunos nuevos. No dispuesto a perder tanto tiempo, decidí arriesgarme por una frontera permitida sólo para locales. Poco tardé en ser el noveno pasajero de un coche de comerciantes mauritanos que, preparando las ventas del cercano Ramadán, habían cruzado a Mali a comprar dátiles a mejor precio que en su país. En el camino a la frontera, bordeábamos el río Senegal, e incluso nos introdujimos algunos kilómetros en el país homónimo. Llegamos al atardecer a la parte del río que sirve de puesto fronterizo, cruzamos todos los sacos en canoas, y al llegar a la orilla mauritana los comerciantes me acompañaron a la casa del jefe de la gendarmería. Con decisión me acerqué a el, estreché su mano derecha mientras hice seguir al protocolario «Salam Aleikum» de toda la retahíla de saludos en árabe que había memorizado fonéticamente. Una vez le hube deseado prosperidad, salud y felicidad para él y todos los suyos, amén de explicarle que acompañaba a aquel comerciante, me prometió daría entrada legal al país sellándome el pasaporte. «Eres el primer español que cruza por aquí, porque esta prohibido, pero me encanta el fútbol de tu país y no vas a volverte ahora». Nunca me habían dado una bienvenida a un país así. Eso sí, custodiaría mi pasaporte en su casa durante la noche. Al final, todo había salido a pedir de boca siguiendo el clásico donde fueres haz lo que vieres. Aquella noche dormí con varias familias y los animales de los que vivían en un patio común a varias viviendas de barro.

Atardecer en el río Senegal, que crucé para entrar como un local en Mauritania.

Al alba siguiente, tras recoger mi pasaporte con un sello y una declaración de mi entrada a Mauritania escrita a mano, monté en el único vehículo que recorre cada semana este recoveco del sur del país. Varias horas nos tomaría llegar a Sili-baby, el pueblo principal de la región. En el camino, atravesamos enormes bosques repletos de baobabs, monos saltando entre ellos, y poblados de siete u ocho chozas. Me encontraba en los comienzos de la frondosidad natural que se extiende hasta África Central desde las estribaciones del desierto del Sahara. Al carecer esta zona de tráfico alguno (así como de pistas o carreteras), los habitantes de las aldeas por las que pasábamos salían a ver el destartalado todoterreno y algunos se subían a sus chozas hasta que nos perdían en el horizonte o entre el follaje. Notando a alguien de piel blanca, la parada se tornaba obligatoria en muchos poblados. El jefe de uno de ellos me rogó que escribiese mi nombre en un trozo de papel para que le diera baraka (la suerte o bendición dada por la providencia islámica) y prosperidad a sus gentes. Una vez en Sili-baby, hice autostop, consiguiendo un vehículo con el que recorrería en dos días los trecientos kilómetros que nos separaban de la carretera que corta el eje Sur del país, la conocida como Ruta de la Esperanza. Desde allí encontré otro camión en el que compartí cabina con no menos de quince personas.

Tal y como llegamos a Nouakchott, ciudad que conocía bien de viajes anteriores,  me apresuré a buscar la salida de la ciudad dirección Atar. Tuve la enorme suerte de que el primer vehículo que paró al verme con el pulgar alzado se dirigía a Zouerat, donde yo había pronosticado no menos de dos días para llegar. Iba sobre la carga, agarrado con ambas manos para no caerme a la red que la cubría, y tapaba mi cabeza con un touareg para evitar los millones de granos de arena que la fatal combinación de viento y velocidad estrella constantemente contra tu cara. Las primeras horas marchábamos a gran velocidad sobre una pista asfaltada comida por la arena. Luego, tras un giro a la izquierda, esto es, dirección Norte, comenzó el trayecto desierto a través que deseaba. Así, entre dunas, manadas de camellos salvajes y un sol que se escondía entre la infinitud del horizonte continuaría hasta Zouerat. Cruzar el desierto a gran velocidad para adentrarme en zonas tan raramente visitadas sólo me traía una palabra a la cabeza: Li-ber-tad.

Hubo varios controles, en los que los ocupantes del todoterreno llegaron a desesperar. Siendo extranjero, la ronda de papeles, miradas, registros y preguntas era eterna: ¿Para qué empresa trabajas? ¿Cómo que para ninguna? ¿Pero entonces qué haces por aquí? ¿Qué llevas en la mochila? ¿Por qué en tu pasaporte dice que estuviste en tal país? ¿Cómo sabemos que tu visado no es falso? ¿Estarás casado, no? ¿Eres musulmán? ¿Hablas árabe? ¿Y Tamacheck?… Llegamos al medio día a Chuom y almorzamos en el mismo local donde solo dos años atrás compartiera un plato de arroz con cordero con unos saharauis. Poco antes de media noche entramos en Zouerat. Pregunté por un alojamiento económico a un hombre en la calle, que rápidamente me invitó a su casa. Acabé dormido en su patio sobre una suerte de colchón mientras una grabación de un partido de La Liga nos mantenía entretenidos. La universidad casi religiosa del fútbol nunca dejará de sorprenderme.


Parada para la oración.

httpv://www.youtube.com/watch?v=zhzWYTMsgtQ

“C’est imposible, mon ami” (Es imposible, amigo mío), repitió varias veces. Aquella respuesta, que me sentó como un jarro de agua fría, fue la del conductor del único transporte que viajaría más al norte cuando le pregunté sobre cómo entrar en la RASD. Sin visado, permisos, salvoconductos o similares, era totalmente imposible. Además, aquellos días, no había transporte público alguno más allá de Bir Moghrein, el último asentamiento al norte de Mauritania. Sentado en el suelo pensaba qué hacer. No había dicho que no a otros planes y viajado sin parar esos días kilómetros y kilómetros para quedarme en la misma puerta de mi objetivo. Por otro lado, tampoco tenía muchas opciones. Estando ensimismado, y con la mirada perdida en el horizonte, pasó delante mía un todoterreno con una matrícula amarilla y cuatro números precedidos por las letras SH. No había duda: era un coche saharahui. Me levanté y corrí tras él con la mano alzada hasta que paró. Saludé al conductor en español, dando por sentado que entendería mi lengua materna, y le pregunté si ese vehículo iba al Sahara. “Claro hermano”. Su respuesta me dibujó una sonrisa en la cara que un “dentro de una semana o así” se encargó de desdibujar. Menos daba una piedra, desde luego, pero no tenía tanto tiempo. Queriendo ayudarme, este hombre me acompañó a una casa en la que varios saharahuis compartían pan con mantequilla y una palangana rellena de leche de camella. Entre varias banderas de este país no reconocido, fotos de prisioneros políticos y enfrentamientos violentos con el ejército marroquí, se encontraba una puerta. En su interior, un despacho con un teléfono, desde el cual tras varias llamadas me confirmaron que si quería visitar la RASD debería volar desde Nouakchott a Tindouf, al sur de Algeria, donde obtendría los permisos necesarios para visitar los campamentos de refugiados y entrar desde allí al Sahara.

Mi gozo en un pozo. Agradecí la ayuda, no sin cierta resignación interior, y me dediqué a vagar por las calles de Zouerat. Recordé que el conductor del coche que había parado me dijo que iba a un taller en una plaza de las afueras, frecuentada por saharahuis. Tras media hora caminando bajo un sol de justicia, encontré esa plazuela, y jugué la que supuse mi última carta. Una vez bebidos los reglamentarios tes, pregunté si alguien estaba dispuesto a llevarme hasta los territorios liberados. Y mi suerte volvió a cambiar. Un jovenzuelo acepto mi propuesta. Me pidió ciento veinte euros, justo lo que llevaba gastado en algo más de un mes de viaje, pero no me dolieron, pues desde Bir Mogrein, trescientos kilómetros más al Norte, simplemente la ida costaba el equivalente en ougiyas mauritanas a cincuenta euros. Él me llevaría, traería y aún estaría tres días recorriendo parte del país. El precio era una ganga, porque además de carecer de de visado para la RASD, la ley prohibía la salida de Mauritania por esa zona si se estaba en mis circunstancias. Y no eran infrecuentes los controles militares y campos de minas a evitar. Debíamos ser invisibles.


Preparando la cena.


¡Hacia la RASD!

Poco antes del atardecer abandonamos Zouerat en un coche antiguo de la compañía telefónica española. Mi nuevo amigo era joven, de apenas veintisiete años y como tantos saharahuis se ganaba la vida trayendo bienes de la RASD a Mauritania, o viceversa. Hablaba un castellano más que elemental, aunque nos entendíamos bien “a lo indio”. Le faltaban cuatro meses para ser padre, y su mujer y hogar estaba en los campamentos de refugiados. Preparamos una pequeña historia para que en caso de que nos parasen e interrogasen, contásemos la misma versión de cómo nos conocíamos y qué hacíamos por allí. Afortunadamente, nunca tuvimos que usarla. Habíamos viajado a través del desierto alejados de la ruta habitual que los pocos que recorren estas arenas usan. Ya bien entrada la noche paramos junto a unos árboles secos, hicimos un fuego y cocinamos pasta con carne de camello en la misma cacerola donde nos la comimos con las manos. Las noches en el desierto son frías, así que nos tapábamos con dos mantas cada uno y nos enredábamos la cabeza al completo con el touareg. Antes de dormir, pregunté a mi amigo “¿Aquí Sáhara o Mauritania?”. “Sáhara”, respondió. Un impulso nervioso me recorrió el cuerpo entero. Ya estaba dentro.


Camellos que nos dieron los buenos días.


El mayor asentamiento de la zona.

Escribiéndolo ahora se me antoja cuanto menos cómico, pero en su momento me llevé un pequeño sobresalto. Supongo que atraídos por lo extraño de nuestra cama, un grupo de camellos salvajes merodearon un rato cerca de las mantas hasta que movidos por la curiosidad olisquearon nuestros pies, siendo el despertador de aquella mañana. Un par de horas después, una suerte de calle con unas veinte casas erosionadas por el viento arenoso se presentaron como el centro neurálgico del sur del país. Una única tienda con víveres básicos y varios barriles rellenos de gasolina traída desde Algeria sustentaban la economía local. Las primeras muestras de amabilidad comenzaron a llegar. Un mecánico, en cuyo negocio anunciaba públicamente su profesión en árabe y castellano, se apresuró a invitar al “hermano español” a un té con galletas. Otros pocos vinieron a conocerme e intercambiar impresiones. No podía estar más en casa, pues frente a mi un enorme contenedor de los que los camiones emplean para transportar mercancías aún tenía escrito el nombre de una compañía de muebles de Lucena (Córdoba). Otros camiones habían maquillado sus laterales con graffitis proclamando la independencia saharahui.


Base de Naciones Unidas cercana a Tifariti.


Bandera de la RASD con piedras pintadas.

Unas horas después, llegamos a Tifariti. Llamar capital a un lugar como Tifariti puede resultar extraño a ciertos ojos. Los edificios que ejercieran de presidencia y donde residieran los dirigentes de la antaño colonia española quedaron en ruinas tras la guerra con Marruecos. Varios organismos de cooperación han construido un hospital, reparado un pozo que suministra agua, plantado un huerto y poco más. Una bandera enorme del país construida con piedras pintadas colorea la ladera de una colina vecina, y restos de un avión y un tanque, ahora oxidados, atestiguan los tantas contiendas libradas en esta tierra. Además, una enorme caseta da refugio a unos extraños vehículos de apariencia marciana. Son usados por varias organizaciones para desactivar las tantas minas que la fuerzas reales marroquíes compraron a los Estados Unidos (quienes tenían que dar salida a los excedentes de la guerra de Vietnam). Pocas son las personas que viven continuamente en este asentamiento. Destacan doce trabajadores de Naciones Unidas que habitan en una de las dos bases que este organismo tiene en este país invisible, una de ellas cercana a Tifariti. Llegar allí me fue sencillo. Tomaba la imperativa ronda de tes con unos saharahuis en una de las escasas sombras, cuando un enorme camión cisterna paró en un pozo cercano a recargar agua. Me acerqué a conocer a su conductor, quien me recibió con un enorme abrazo propio de un mi padre, y un “¿¡Salama! ¿Qué pasa hermano?” con un acento cuanto menos peculiar en aquellas tierras. Resulto ser un operario uruguayo de la cercana base quien a mi pregunta “¿Cuánto tiempo llevas por aquí?” respondió con un “quince años” que me dejó a cuadros, y remató con un “He estado en muchas zonas del mundo, pero aquí encuentro la gente más pura”.


En la época colonial, estos edificios eran del gobierno.


Un tanque recuerda las batallas en este territorio.

Tomando te con el uruguayo conductor de NNUU y mis amigos saharahuis.

Ignoro si esa gente es, como el uruguayo bonachón afirmaba, la más pura del mundo. Lo que sí tengo claro es que el desierto es tierra de superlativos. Ya conocía el “el terreno más caliente de día, el más frío de noche, el más árido, el viento más cortante y otros tantos”. Si bien conviviendo con gentes del desierto, en aquel caso touaregs, en un viaje anterior, entendí y admiré la capacidad humana para adaptarse a lugares de condiciones límites, esta vez comprobaría de nuevo que es uno de los terrenos más difíciles para habitar. Tuve la suerte de poder pasar un par de días en una de las tantas jaimas azarosamente repartidas por la arenosa orografía de este país bizarro. Mi llegada resultó una fiesta. Compartíamos cus cus, carne y leche recién ordeñada de camella. Aquella lección de que “las cosas más importante no son cosas” era el día a día de mis anfitriones, que todavía guardando el pasaporte de la España franquista bajo su túnica, me dejaron entrever en el poco tiempo que compartí con ellos su rutina: sentarse en la sombra de su jaima a tomar rondas de te o dentro de ésta cuando las tormentas de arena impiden salir, esperar alguna noticia de los contados vehículos que pasen por esas tierras, y usar éstos para aprovisionarse de agua, cus-cus y noticias. Ocasionalmente se desplazan a algunos de los campos de refugiados a visitar a familiares o para ganar algo de dinero con cualquier oportunidad que aparezca. Y he ahí uno de los pilares de la problemática saharahui. ¿En qué emplearse en un terreno virgen, desértico y discriminado por sus vecinos? Y con el ejemplo predicado aprendí la que probablemente fuera la mejor enseñanza de aquellas personas: la serenidad y felicidad que mantienen pese a la incertidumbre de sus circunstancias.

 
Carne de camello colgando en la jaima donde fui invitado a dormir un par de noches.

Tras pasar tres días en este país que grita al mundo por existir, regresamos a Mauritania por donde habíamos venido, esta vez con tres barriles llenos de gasolina con los que mi nuevo amigo haría negocio, y un joven que viajaba a El Aaiún. Su trayecto de tres días para cubrir una distancia que en linea recta no supera los trescientos kilómetros era una de las consecuencias del infame muro de la vergüenza marroquí, que no sólo vertebró los territorios ocupados de la RASD, si no que separó igualmente a familias, amigos , rompió empleos, la unidad entre personas y dificultó aún más la vida de estos otrora españoles. En muchas jaimas observé que aún se guardan rifles. “Estamos dispuestos a ir a la guerra”, escuché tantas y tantas veces esos días.


Con un saharahui al que ayudamos a salir de su país.


Una de tantas tormentas de arena.

Una vez en de vuelta en Zouerat, abordé el tren más largo del mundo, que veintidós horas después dejó en Nouadibú, desde donde continué mi camino en autostop a España. Todavía ignoraba que África me regalaría ese viaje un regalo un tanto particular: había contraído una malaria que estuve a punto de no contar. Por entonces, no sabía que tenía por delante un mes en camas de hospitales para asimilar con más calma todo lo que había aprendido, y seguir soñando con más aventuras en ese maravilloso continente de tez negra.