Llegué a Cemuru Lawang con la noche ya echada. Lo primero que me llamó la atención es que hiciera frío cuando apenas una hora atrás sudaba en manga corta. Lo segundo, tristemente, me sorprendió menos. No anduve ni quince metros cuando un falso guía me quiso llevar ante los guardas del parque alegando que ya estaba dentro de él y no había pagado entrada. Me deshice de él y tres pasos más adelante otro me ofrecía violentamente una habitación espartana a un precio astronómico. Un tercero superaba el precio del anterior ofreciéndome sin siquiera levantar la mirada un asiento para dormir en su coche. La constante amabilidad de pueblo indonesio (junto a Sri Lanka, uno de los grandes descubrimientos de este viaje) desaparecía tan pronto pisaba ese territorio comanche que irremediablemente crea el turismo de masas, convirtiendo a cualquier visitante en un fajo de billetes con cinturón. Cené una sopa de fideos fritos en una cantina diminuta donde preparaban almuerzos para el próximo día y en mi precario indonesio pedí a la dueña dormir sobre el suelo. Una sonrisa valió como única respuesta. No todo está siempre perdido, pensaba mientras cerraba los ojos.

Apenas dormí dos horas. El suelo estaba frío y mi cuerpo acabó igual. Tomo un vaso doble de té por el que me piden ocho céntimos de euro y comienzo la caminata. Son dos horas, la mitad de ellas campo a través por una senda no siempre indicada entre la maleza. El premio recompensa sobradamente el esfuerzo, y es que ver los primeros rayos del día teñir de color el conjunto volcánico de Bromo mientras las nubes que durante la noche acarician sus conos vuelven al cielo es un espectáculo que no deja indiferente. Paso un par de horas entre distintos miradores hipnotizado con la imagen hasta que me obligo a seguir camino, y es que me hubiera quedado allí todo el día.

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Los alrededores de este parque nacional lo pueblan los tenggers, caracterizados por su peculiar religión fruto de un hinduismo primitivo que ha sobrevivido en una tierra convertida al islam, y su afamada habilidad para montar a caballo. Los veo cabalgar a galope mientras camino al propio cráter de Bromo. La niebla que antes me tocaba la cabeza se va levantando insinuando otra perspectiva de los volcanes y un rato después contemplo el paisaje desde el propio cráter.

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Si algo me gusta de viajar a dedo es que sólo conozco los puntos iniciales y finales, el medio y el cómo son siempre incógnitas en cuya incertidumbre reside la magia. Y digo magia porque no se me ocurre otro término para los tantos azarosos encuentros que a veces se suceden. Aquel día, una familia tengger volvía de vender vegetales en un mercado y me invitó a pasar la noche en su casa. Era una suerte de construcción sin acabar donde los caballos dormían en una habitación contigua a nosotros, el olor a paja se confundía con el de la humedad de la manta que usábamos como colchón y las desconchadas paredes (a veces troncos de madera) eran decoradas con dibujos. Por la noche, antes de cantar junto al fuego hicieron una ofrenda a sus ancestros en un santuario cercano.

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Al alba siguiente estaba de nuevo en camino. Tres vehículos me bastaron para llegar a Sempol, uno de esos tantos pueblos sin “nada que visitar” que sin embargo desprende el encanto de lo auténtico. Cada vez reniego más de los “lugares de obligada visita” en pos de perderme por las ciudades, pueblos o bosques sin rumbo fijo. Es así como encuentro la verdadera esencia de los países que visito y donde sin buscarlas aparecen las historias. En Sempol las casas están decoradas con flores y muchas usan balones de fútbol a modo de ingenioso florero. Las calles más pequeñas tienen adoquines de rocas volcánicas y unas baldas de madera sirven de jardín comunal con que los vecinos embellecen sus calles. Un cartel anunciaba los dos únicos platos de un restaurante. Al entrar descubro que se trata de la misma cocina de una casa con un cuarto preparado para comidas donde además se venden aperitivos y refrescos. Varias personas del pueblo entran a conocerme. “¿Por qué viajas solo?”, es una de las preguntas estrella que más se repite. En sociedades eminentemente comunitarias como las asiáticas esto es algo impensable. Cuando explico que no estoy de vacaciones, ni me dirijo a la playa ni tengo negocios en la zona, que sólo quiero visitar y conocer la vida del lugar, las caras que aparecen bien valdrían para una exposición fotográfica. Las reflexiones a todo esto aparecen por si solas.

«¿A cuánto queda el volcán?«, pregunto antes de irme. “Veinte kilómetros”, dice una. “Cuatro kilómetros”, responde otro sin titubear. “No, no, unos treinta y ocho, quizá treinta y nueve”, discrepa una tercera. Pese a mi inercia a hacerlo, hace tiempo aprendí que preguntar distancias en Asia es baladí. Tengo todo el día por delante, así que decido recorrer la distancia que me separe del volcán -cualquiera que finalmente sea-, a pie. Tres horas más tarde, ya en la base del volcán pagué el equivalente a un euro por dos días de entrada al lugar, y convencí al guarda para que me dejase dormir en uno de los dos sillones de su cuartelillo. Siendo aún de día, salí a pasear por los alrededores. No andaría ni dos minutos cuando una imagen que había visto tantas veces apareció ante mí: un jovenzuelo portando sobre su hombro dos grandes cestas de fluorescente sulfuro. La belleza de Ijen atrae a visitantes extranjeros y locales, pero sus recursos ofrecen también empleo a más de doscientos cincuenta mineros que recorren en su jornada el mismo camino. Pronto averiguaría las deplorables condiciones en que trabajan. Soy de pie inquieto, y aunque la idea original era esperar al día siguiente para subir al volcán no pude evitar acabar un rato después sentado sobre su cráter.

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Al regresar los guardas me informan de que la actividad del volcán se ha disparado del nivel uno al dos. Los líquidos de la caldera alcanzan los setecientos grados y las emanaciones de sulfuro son mayores de lo normal, lo cual debe ser alto teniendo en cuenta que el mínimo nivel de toxicidad del lugar dichos escapes multiplican por cuarenta lo tolerable a la respiración por un cuerpo adulto sano. Durante la noche prohíben la entrada al volcán por seguridad, abriendo a las cuatro de la mañana. A pesar de las medidas de seguridad no hay gran peligro, pero el cierre durante la noche me impedirá ver un espectáculo sólo visible de madrugada: el llamado “fuego azul”. Hago amistad con una indonesia que me ofrece un sitio para dormir en su tienda y me presenta a sus amigos: un club de senderistas que conocen un segundo camino para llegar al cráter evitando el control. Lo que no sabíamos es que esa noche los guardias, a saber por qué excepcional motivo, habían decidido trabajar. Nos pillaron infraganti, aunque bastó hacerse el tonto para evitar problemas.

A las cuatro de la mañana abren la valla y comienzo el ascenso. Sé que la inminente luz del amanecer hará desaparecer el fuego azul en poco tiempo y que los tres kilómetros de inclinada pendiente hasta la cima no se recorren tan fácilmente. Pero quién sabe cuándo volveré por aquí, o siquiera si volveré. Siempre hay que intentarlo todo. Me despido de mis amigos y comienzo a subir casi corriendo a la cima. He adelantado a todos los mineros y excursionistas, y en el camino voy contando los pasos. Cada zancada es una ganancia en distancia pero también en cansancio. Llevo la lengua fuera y no creo que quedase poro alguno sin sudar. A las cuatro y treinta y tres (curiosa combinación para los amantes de la numerología mística) estoy en el borde del cráter. No me resta más que recorrer unos metros sobre su borde. Voy casi a la carrera, pues el nuevo día puntea tenuemente en el horizonte. Cuando giro finalmente la cabeza  aparece el espectáculo. Caprichosas formas en un luminiscente azul que se desvanecen al segundo dejando espacio a otras nuevas nublan la misma zona donde los mineros recogen el preciado azufre.  El fuego azul no es más que la interacción entre los gases del interior del volcán que escapan por la superficie y la atmósfera, que en la total oscuridad de la noche se ven con semejante gama cromática. Sentado exactamente en el mismo lugar que la tarde anterior la visión me resulta ahora totalmente diferente. Van llegando mineros y vuelvo a recordar que aquel paradisíaco lugar es también un infierno, una puerta a la muerte o un acercamiento a ella a juzgar por las vidas que se ha tomado o las tantas que ha acortado. Poco tardo en caminar junto a un grupo de ellos.

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Acabo pasando más de dos horas entre los mineros. Cubro mi cara a modo de máscara con una camiseta mojada. Toser es inevitable y tras un rato los ojos pican y se enrojecen. Es necesario usar aquí máscaras de gas, pero se cuentan con los dedos los mineros (y hay doscientos cincuenta) que tienen una. El cuerpo humano, la máquina por excelencia, se acaba acostumbrando a cualquier condición, y así los veo entrar entre las cambiantes y espesas humaredas con total naturalidad. A veces durante segundos desaparecen entre los amarillentos gases y vuelven con algún enorme pedazo de sulfuro entre las manos.

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Las cifras no dejan indiferentes: Dos viajes al día. Siete kilómetros cada uno. Unos ochenta kilos por viaje. Cinco céntimos por kilo. Más de cuarenta muertos en accidentes varios. Y por encima de los números veo heridas en hombros y cuellos, y caras de agotamiento. Uno se siente tremendamente ridículo ante esas personas que inmersos en su faena no dejan de saludarte ni pierden la sonrisa. Se interesan por mi país, aparecen los obvios comentarios sobre fútbol y hacemos chistes en un inglés macarrónico mientras siguen en rutinaria normalidad cargando sus cestas.

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Una vez desciendo el cráter y me despido de mis amigos senderistas prosigo camino. Es complicado encontrar algún vehículo en la carretera. Finalmente para una moto. Dice que me lleva encantado, aunque no va a dónde yo, sino veinte kilómetros antes. Algo es algo, pienso, y monto sin dudar. Ya rodando, mi nuevo amigo me dice que es minero y que le encantaría invitarme a comer a su casa. Hace varias paradas para que fotografíe los paisajes y nos bañamos en una cascada. “Yo mucho contento tú mío amigo”. Al llegar a su pueblo, una aldea en una ladera cercana soy centro inevitable de atención. La palabra “buleh” (extranjero) resuena por todas las casas y muchos se acercan con una tímida curiosidad. “Yo antes repartía agua embotellada en una furgoneta, pero al cerrar la empresa siete años atrás debí dedicarme a esto”. Sam, de cuarenta y cuatro años y padre de tres hijos me cuenta su historia, cómo conoció a su esposa, la vida de su familia y entre líneas me va dejando entrever una positiva filosofía y modus vivendis que intuyo se extiende a la gran mayoría de la zona. Al cambiarse la camiseta observo que también tiene heridas a causa de su trabajo. “Siempre”, me dice señalándolas cuando observa que me he quedado mirándolas. Ignoro si quiere decir que se le quedarán de por vida o que llevan muchos años allí, pero me resulta violento buscar la aclaración. Acabo “peleándome” con Sam al no dejarme pagar los ingredientes de la comida: dos paquetes de noodles y dos huevos. Descubrimos que no queda aceite cuando vamos a freírlos y me escapo a la tienda. Se me ha adelantado, a saber por dónde, y me impide comprarla. “Tú invitado mío”, me dice denotando por enésima vez su sincera caballerosidad frente la barrera lingüística. Acabamos comiendo los fideos con los huevos hervidos.

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Tras comer y pasear por las ocho callejuelas -por llamarlas de alguna forma canónica-, de la aldea de Sam, pidió una moto prestada a su prima (la suya no tenía papeles) y me condujo hasta el puerto más cercano, donde abordé un barco a Bali.