Dicen que los viajes viven tres veces: cuando se sueñan, cuando se hacen y cuando se recuerdan. Me pregunto con cuánta fidelidad somos capaces de revivirlos una vez que acaban. Cuánto de lo que sentimos somos realmente capaces de recordar. ¿No se difuminan muchos recuerdos mezclándose con otros pensamientos, vagando los matices por las entrañas de la memoria mientras se engrandecen o empequeñecen? Creo que la vida no es más que el relato que cada uno nos contamos de la misma, y eso, por supuesto también aplica a los viajes. Quise revivir, sin consultar las fotografías que tomé ni las notas que escribí, las cinco semanas que pasé el año pasado en Sri Lanka y Maldivas. Y a modo de telegrama, escribí algunas notas aquí:

  • Aprovechar catorce horas de escala en Abu Dhabi para dar un paseo por la ciudad y llegar a la puerta de su enorme mezquita blanca, la famosa Sheikh Zayed, exactamente a la misma hora en que cierra. Dar un paseo por los alrededores para comprobar por enésima vez que Emiratos Árabes debe ser el país más multicultural del mundo: sólo un tercio de la población es emiratí. El resto son inmigrantes.

  • Corroborar también por enésima vez que el bonito contrato de la multiculturalidad incluye la «letra pequeña» de la mano de obra barata. Buena parte de quienes habitan el país son migrantes que sobreviven en con sueldos muy bajos para los estándares emiratíes.

  • Regresar al aeropuerto y encontrarme en la zona de tránsito a un chico angustiado gritando «Kabul» con un pasaje en la mano y a su familia afgana jadeando detras de él. Entender que están perdidos, acompañarlos hasta su puerta de embarque y que lleguen por los pelos. Que pese a la insistencia de la azafata para que entren todos corriendo, la única mujer de la familia – vestida con un burka que no puede ocultar la respiración aún entrecortada del carrerón -me coja de la mano y me invite a su casa en Kandahar y a comer en su restaurante. Que me entere de ésto totalmente a posteriori al traducírmelo del pashtún la azafata, pues la mujer salió corriendo hacia el avión tal y como me lo dijo todo ante mi cara perpleja. Pensar un rato más tarde en la sinceridad de su agradecimiento al caer en la cuenta de que me había tomado las manos, un gesto casi desafiante a la conservadora cultura afgana.

  • Quedarme un rato viendo viajeros hacer compras de miles de dólares en una escala – joyas, ropas de lujo, perfumes o electrónica-, y procurar estupefacto entender qué tipo de vida y cuenta corriente gasta alguien que entre dos vuelos se puede comprar un reloj de 12000 euros.

  • Aterrizar en Colombo y ver cómo muchos pasajeros de mi mismo vuelo compran lavadoras, frigoríficos, televisores y otros electrodomésticos en el mismo aeropuerto. Son esos mismos que sustentan la mano de obra en los países de la península arábiga, y que de vuelta a su Sri Lanka natal aprovechan para comprar sin impuestos en tiendas estratégicamente situadas tras el mismo control de inmigración.
  • Hacer autostop hasta la histórica ciudad de Galle desde la misma salida del aeropuerto y conseguir llegar enlazando solo tres vehículos esperando seis minutos al que más. En el primero de ellos comparto asiento con una lavadora recién comprada en el aeropuerto.

  • Llegar a Galle ya de noche y entrar en su parte histórica para encontrarla totalmente desierta. Que en uno de los porches de sus históricas casonas me salude un señor de sesenta y pocos que aparenta ochenta y muchos que en perfecto inglés me cuenta que fue marino mientras fuma cual chimenea con una boca en la que solo quedan dos dientes. Que me cuente con los ojos haciendo chirivitas que tiene una novia de española que lo visita tres veces al año y lo deja exhausto en la cama como ninguna otra mujer en los tantos puertos que visitó en su vida.

  • Hacer amistad con una familia local que se gana la vida vendiendo helados y que vive en otra casona señorial junto al famoso faro que es hoy emblema de la ciudad. Que me cuenten que mandan a su hijo al mejor colegio porque la educación es lo único que le dará libertad en el futuro, y que poco después me pongan al día de las disputas entre las nuevas heladerías que van apareciendo en el casco histórico de la ciudad, por el que cada día pasean cientos de turistas.

  • Romper el ayuno de dos días completos desayunando unos deliciosos garbanzos y comérmelos con tantas ganas que el dueño me invite a otro plato alegando le traerá suerte en el negocio.

  • Pasear por un mercado local vibrante de vida y que un armario empotadro con pinta de pocos amigos me invite a unirme a una partida de ruleta. Enterarme trescientos metros más adelante gracias a otro tendero que en esa calle hubo un casino clandestino funcionando hasta que el juego se legalizó en Sri Lanka en 2010, y que la insinuación que había recibido venía de uno de sus dueños.
A escasos metros de allí me invitaron a unirme a una partida de ruleta.
  • Conocer a un señor en una pequeña playa local que va allí semanalmente, según sus palabras, a «conocer a las familias que vienen a pasar el día y las historias y dramas que todos esconden. Todos ocultamos siempre algo». Acabar hablando con él de meditación y que me invite a unirme al retiro que hace anualmente con unos monjes en un monasterio perdido en las montañas. Enterarme al despedirnos de que es un reconocido escultor a nivel nacional, que durante años se dedicó a la psicología, y que las historias que escucha de esas familias son las que proyecta en sus obras.

  • Hacer autostop al centro del país y que uno de los camioneros que me recoje pague tres sobornos a policías en un par de horas. Que el conductor me cuente que la empresa le da dinero para esos sobornos, recordar a cuántas veces escuché exactamente las mismas palabras en las carreteras de África.

  • Llegar a Kandy en pleno Año Nuevo Tamil. Querer alojarme en un dormitorio comunal cuyo dueño nunca aparece a pesar de haber dejado la puerta abierta. Contactarlo por teléfono gracias a sus vecinos y que me diga que tome la litera que quiera aunque él no vaya a llegar nunca para cobrármela. «Considérala mi regalo de Año Nuevo».
Monjes budistas comprando fuegos artificiales para el Año Nuevo.
  • Sentarme ya bien entrada la noche frente al Templo del Diente de Buda – el más sagrado del país- y que los mismos sacacuartos que malviven del timo al turista me acaben ofreciendo porros, cerveza y conversación interesante «para celebrar el Año Nuevo». Enterarme, entre otras cosas, de que el gramo de marihuana cuesta en Sri Lanka mucho más caro que en España y de los ingeniosos tejemanejes con que los camellos distribuyen sus productos por toda la isla.

  • Alojarme en una de las dos habitaciones de una pensión de un pueblecito de pescadores y que en la otra se esté hospedando un español de La línea de la Concepción, «el pueblo con más droga de España» según sus propias palabras. Acabar la noche con cerveza escuchando buen flamenco de su propia boca y guitarra a orillas del Golfo de Bengala.

  • Visitar el templo más psicodélico que haya visto jamás (y van ya unos cuantos), con figuras abriendo sus vientres y dejando nacer otras criaturas de sus entrañas o seres deformes comiéndose a otros. Tumbarme hora y pico mirando sus techos de mil colores preguntándome cuánta soma (una bebida psicoactiva de uso habitual entre ascetas hindúes) habrán tenido que beber quienes lo diseñaron.
  • Ser invitado poco después a un té por la mitad de una familia tamil cuya otra mitad perdió la vida en el conflicto que desde hace años tiene al país dividido. Que tengan las fotografías en blanco y negro de quienes faltan presidiendo el salón de la casa y sentir en el desgarro de sus palabras cómo el cáncer social de la guerra acabó con dos firmas en un papel pero sigue vivo en los corazones y forma de relacionarse con el otro de medio país.

  • Visitar el Seruwila Mangala Raja Maha Vihara, una estupa de especial fervor en Sri Lanka ya que se cree que fue el primer lugar del país visitado por el mismo Buda, y donde se conservó un mechón de su pelo. Achicharrarme la planta de los pies al caminar descalzo por el recinto sagrado y que la señal del quemazón me dure días.

  • Que volviendo de la estupa a Trincomalee me lleve en su coche una familia de Colombo que paran a comprar tripas de pescado secas al sol y que tras comérselas enteras me digan muy serios que son las mejores que han comprado nunca. Que a la media hora de trayecto decidan interrumpir la marcha y regresar para comprar más.
  • Participar en una ceremonia aarti en un templo tamil y ver a un señor emocionarse hasta perder el conocimiento y desplomarse sobre el resto.

  • Hacer dedo para regresar a mi pensión y que pare un equipo de cricket juvenil que viene de entrenar. Que todos tomen como una especie de deber llevarme y acabe haciendo diez kilómetros en seis motos diferentes. Ir siempre en la última, mientras las otras van adelantando y volviendo para contarnos que no hay control policial y que podemos seguir. Es temporada de multas por ir sin casco o más personas de las permitidas, infringimos ambas leyes, y los diez kilómetros acaban siendo origen de muchas risas.
Highway to Heaven, que diría la canción.
  • Poner rumbo al oeste en un autobús y que se termine rompiendo el motor tras tres calentones. Hacer autostop para seguir el camino y llegar lo antes posible y que quien me recoja me pregunte muy serio: «¿Tienes miedo de la policía?». Descubrir al montarme que el copiloto es jefe de policía de una ciudad medianamente grande del centro del país. Que me acabe invitando a comer en un restaurante local en que me piden un autógrafo porque el fútbol de mi país les gusta mucho.Afirmarme en que el fútbol hoy en día mueve más que la fé.

  • Recibir en el aeropuerto a un grupo de Panipuri Viajes y tener la fortuna de que la mitad sean repetidores – ahora amigos – que vuelven a confiar en mi para conocer un país. El mejor regalo que como guía pueden hacerme.
Dice la leyenda que el árbol grande de la foto (el de atrás, cuyo tronco no se ve) es hijo del mismo árbol bajo el que se iluminó Buda. Es uno de los lugares de peregrinación mas importantes de Sri Lanka.
  • Visitar Anuradhapura al día siguiente y que al ser Luna Llena el complejo esté abarrotado de peregrinos impolutamente vestidos de blanco llevando flores de loto para ofrendarlas.

  • Ver a un asceta bajo un árbol dando una charla en una estampa sacada de una postal. Acercarme a preguntarle si habla inglés y pese a lo negativo de su respuesta cruzar mi mirada con la firmeza de la suya y ser aún hoy al recordarlo incapaz de olvidar la intensidad que alguien puede llegar a tener en los ojos.
  • Estar a punto de entrar a un famoso Parque Nacional y que cancelen la visita al enterarnos de que unos malnacidos han puesto una bomba con víctimas mortales en Colombo y todo el mundo debe estar guarecido por el obligatorio toque de queda.

  • Pasar la noche viendo cómo se vive la desgracia desde la propia Sri Lanka y lo que sus nativos cuentan, desde los medios extranjeros que leo y desde el grupo que acompaño. Acordarme de esa «cultura del miedo» de la que hablaba Noam Chomsky. Pensar también en cuánto cambia el mundo para que alguien a diez mil kilómetros pueda saber noticias de un país tan lejano antes que quienes estamos en él.

  • Que volviendo a oscuras a la habitación después de cenar se cruce en el camino una serpiente de buen tamaño.

  • Volver a la misma Kandy que días antes había visto en fiesta por el Año Nuevo tamil y toparme con sus calles literalmente desiertas a las ocho de la tarde por el toque de queda.

  • Y pasear por mercados que antes rebosaban vida en Nuwara Eliya – la ciudad más grande de las montañas centrales del país-, y que haya más banderas con una cruz negra condenando los atentados que clientes en los puestos.
Tras el atentado todo el país se lleno de cruces condenando el atentado y recordando a sus víctimas.
  • Circular por una carretera cercana a una de las zonas habitadas por elefantes del país y que se crucen varios ejemplares con la misma naturalidad que en otros países se cruza un gato.

  • Levantarte antes del alba para ir a ver cetáceos en un barco. Que tras mucho hacerse derogar y una tormenta que hace vomitar a casi todos los pasajeros del barco, aparezcan varios ejemplares de ballena azul, la última de ellas a escasos metros de la embarcación. Quedarme sobrecogido ante semejante maravilla, y aprender luego que llegan a medir más de 30 metros y tienen un corazón de entre 160 y 180 kilos.
Pescadores esrrilanqueses con los que nos topábamos indicándonos por dónde habían visto ballenas.
  • Que en el camino a buscar esos cetáceos nos crucemos con varios barcos de pescadores y que nos guíen sobre dónde han visto las ballenas. Y pensar en que hay personas en este mundo quienes ir a trabajar entre ballenas es lo más normal del mundo.

  • Que las calles de Galle estén ahora desiertas no por haber llegado a ella de noche, sino por no el miedo generalizado a pasear. Que la mezquita de la ciudad – al igual que cientos de negocios y organizaciones – tengan mensajes condenando los atentados. Pensar que esa condena es común a los dos bandos de la reciente guerra civil y recordar a Unamuno y su «El mundo no hay quien lo entienda».

  • Alojarse en un hotel de Negombo, la ciudad en que pusieron una de las bombas, y que vive del turismo que pasa por sus playas. Ver mucha seguridad en las calles, los bares vacíos y la playa desierta. Saber que la mayoría de gobiernos recomiendan no visitar el país y que algunos han sacado a sus ciudadanos en aviones privados al estar los vuelos de línea llenos. Ver a quienes viven de los visitantes extranjeros echarse las manos a la cabeza por lo que se les viene encima.

  • El cosquilleo en el estómago el día anterior de conocer un nuevo país: Maldivas. Ojalá no pierda eso nunca.

  • Disfrutar el perder altura poco a poco mientras por la ventanilla aparecen atolones e islitas de ensueño rodeadas de mil tonos de azul. Sentir al aterrizar los frenos del avión apretar con más firmeza de lo habitual y una fuerte reversa del motor. (Sí, soy un poco «freak» de la aviación).

  • Ver al salir de la terminal que hay otra contigua exclusivamente para hidroaviones con una enorme cola a su entrada, y muchas ventanillas de los diferentes resorts que atraen a la casi totalidad de extranjeros visitantes del país.

  • Tomar un barco hasta una isla en la que vive población local (los famosos resorts están en islas privadas). Ver en las playa un choque cultural entre familias maldivas con todo su cuerpo cubierto y extranjeros en bañador. Hace 10 años que el nuevo gobierno permitió a los extranjeros alojarnos en estas islas.

  • Que te diga el maldivo que lleva tu barca que saltes al agua en mitad del mar porque seguro que hay tortugas allí. Él lo hace vestido con la misma ropa que camina cuando no navega. Que tal y como me zambullo vea tres tortugas de enorme caparazón y que una de ellas salga a respirar a la superficie a la distancia de un brazo de mi.

  • Entristecerme al ver que el coral de Maldivas – quizá uno de los más famosos del mundo – está hoy en buena parte muerto o descolorado. Aprender que es por los efectos del huracán «El Niño» y del calentamiento global.

  • Conocer en otra isla a un instructor de buceo español y que nos enseñe unos vídeos grabados por él mismo de lo que hay bajo el agua a pocos cientos de metros de donde estamos: decenas de tiburones, mantas oceánicas y otra fauna espectacular pasando tan cerca de uno que hacen rebotar el agua que mueven en tu cogote. Sentir que hay todo un universo submarino del que ignoro prácticamente todo.

  • Despedirme de mis amigos, y quedarme solo unos días más en el país. Coger un barco hasta otra isla, y esperar en ella a aún otro barco que varias horas después me dejaría en otro atolón (así de divertido es el transporte en Maldivas). Toparme en la isla intermedia con una prisión, y plantearme qué paradoja supone construir tal edificio en una isla en mitad del océano.

  • Desembarcar en una islita diminuta, y pensar al bajarme que si no me gusta no habrá otro barco que me saque de ella hasta pasados varios días.
Bajé en esa isla, por la que no volvería un barco hasta cuatro días más tarde.

  • Sentir con el paso de los días que pese a su simpatía y vidas tremendamente relajadas, es mucho más complicado hacer amistad espontáneamente con los maldivos que con los habitantes de sus países vecinos. Me pregunto cuánto de esto responde a razones meramente personales, cuánto a las culturales y cuánto al hecho de que vivir en islas tan aisladas moldea inevitablemente la forma de relacionarse de las personas.

  • Hacer noche en una hamaca en la playa y despertarme rodeado de cangrejos en la arena, mosquitos en el aire y un par de rayas en el agua.

  • Que empiece el Ramadán y ser invitado a romper el ayuno del primer día en casa del imán de la mezquita. Repetir varios días más y que la comida sea invariablemente un delicioso pescado con coco en el que todos los ingredientes vienen de la propia isla.
Rezo al atardecer antes de la ruptura del ayuno de Ramadán. Esta escena menos conocida de Maldivas es tan real como sus aguas azules. Entre ambas, de hecho, no hay más de quince metros.

  • Observar que en muchas casas, por humildes que sean, se plantan flores y plantas no autóctonas de Maldivas, y pensar que la globalización tiene muchas formas de ser y expresarse.

  • Ir por las noches al muelle de la isla, donde los locales pescan y socializan mientras mantas raya y tiburones rodean el muelle. Aprender a dar de comer a las mantas raya metiendo en su misma boca la mano con los peces que los locales acaban de pescar.

  • Tratar de entender cómo era la vida en la isla antes de que todos tuvieran un teléfono móvil que miran constantemente. La mayoría de las personas con quien hablé en la isla apenas conocían otro par de islas y habían pasado alguna vez por la capital de su país, que por cierto no les gustaba nada. Me pregunto qué idea tiene de la vida alguien que vive en una extensión de tierra en mitad del océano a la que puedes dar la vuelta en quince minutos. Y cómo ha cambiado esa idea de la que tenían hace trescientos años quienes vivían sobre esa misma isla.

  • Preguntar por las leyendas, folklore y antigua cosmogonía del país, que había conocido gracias a la impagable obra de Xavier, y comprobar cómo a muchos maldivos les suenan de refilón pero apenas pueden contarme muchos detalles sobre ellas. La cultura y la tradición, como en tantas otras partes del mundo, comienzan a ¿perderse? ¿modificarse? ¿extinguirse?

  • Observar fuegos gigantescos en otras islas y aprender que muchas de ellas son usadas como vertederos en los que acaban vertiendo y posteriormente quemando residuos, haciendo así espacio para que puedan traer otros más. Pese a ser un país prácticamente sin industria, no hay espacio físico para almacenar la basura que se genera.

  • Ver también cómo zonas de esta isla diminuta también se usan para tirar basuras de todo tipo. Preguntar y debatir con diestro y siniestro sobre la gestión de los residuos y acabar entendiendo pese a mi enfado inicial que la solución no es en absoluto tan sencilla y que mi «enfado» además de ser egoísta esconde un prejuicio más grande que todo ese atolón.
Esto también es Maldivas.
  • Entrar en tiendas locales y quedarme de piedra con los desorbitados precios de los productos. En un país de orografía tan peculiar en el que casi todo es exportado y llega únicamente por aire o por mar, compras a precio de Europa Central.
  • Plantearme cómo vive el maldivo medio con semejantes precios, y no poder evitar preguntar a todo el mundo sobre sueldos, precios, trabajos e inmigración mientras trato de armar el puzzle económico que necesito para entender cómo es la vida en el país. La respuesta a esto bien merece otro artículo.
  • Igual que lo merece el intentar saber qué ideas tienen de otros países y de la economía mundial quienes cobran por un mes limpiando, cocinando o haciendo las camas en un resort menos de lo que cuesta una noche en una de esas casitas flotantes que decoran los catálogos de Maldivas de cualquier agencia de viajes. Una idea que me pregunto en muchos países y contextos análogos pero que aquí adquiere una especial relevancia.
  • Preguntar si queda alguna zona con mejor coral (o dicho con menos eufemismo, con coral menos muerto) y que me manden justo al borde de la laguna, donde me dicen que viven algunos arrecifes. Caminar unos 300 metros con el agua siempre por la cintura, y que al hundirse el nivel aparezcan – aunque sean pocos -, corales de muchos colores y aún muchos más peces rodeándolos. Sumergirme para verlos mejor y que en una de esas aparezca a mi lado un tiburón. Saber que es un tiburón de coral y que no atacan, pero que igualmente se me ponga el corazón como una locomotora del susto.
  • Que dando otra vez más una vuelta a la pequeña isla me encuentre a un chino histriónico que parecía sacado de una novela. Que al verme salga corriendo hacia mi, me cuente la rocambolesca historia de cómo ha ido saltando entre islas en diferentes barcos de pescadores hasta llegar allí hace pocos minutos. Que ésto me parezca poco cuando al saberme español me pregunte por la situación actual del funcionariado público y me pronuncie estas dos palabras perfectamente. Preguntarle estupefacto cómo es que sabe pronunciarlas y que me responda que la prensa del partido chino lleva tiempo hablando de ellos. Y que me confiese a posteriori que escribió una tesina sobre ellos.
  • Empezar a despedirme del país con muchas preguntas y con la sensación de que todavía me falta no mucho, sino muchísimo por aprender de él. ¿A la de cuántas visitas, libros leídos y conversaciones con sus gentes se conoce realmente un país? ¿De cuántos lugares del mundo puedo decir que sepa lo que sé de la región del mundo en que nací?
  • Tomar un barco a Malé, y ver desde la distancia la peculiar silueta de la capital del país, con edificios de varias plantas alzándose en una isla paradisíaca en la que no queda ni un centímetro cuadrado de terreno sin construir. Preguntarme qué pensarían de nuestra contemporaneidad Ibn Battuta o algún otro de los grandes viajeros de la antigüedad que pasaron por estas islas si vieran cómo han cambiado desde entonces.

Escena en una calle de Malé, la capital de Maldivas.

  • Poner pié en Malé y verme embebido en un río de atascos, aceras congestionadas, pitidos, gritos, mercados, bancos, oficinas y entender que Maldivas son muchas islas pequeñas en las que caben muchos mundos. Pasar un rato en la mezquita del siglo XVII del centro de la ciudad, alzada en madera.

  • Ver en el puerto a los pescadores de las decenas de barcos que durante semanas faenan en alta mar ducharse, cocinar y jugar a las cartas en esas embarcaciones que han convertido en sus casas.

  • Perder un ferry hasta el aeropuerto (que está en la isla vecina) y que el rezo del atardecer – con el que se rompe el ayuno durante el Ramadán-, pare toda la vida de la ciudad. Que en la hora y poco que me toca esperar haga migas con un ruso de miras místicas que se ha quedado tan tirado en el embarcadero como yo. Lleva una década en Maldivas y para ir al gimnasio debe moverse a otra isla. Que me invite a la azotea de un rascacielos donde cuesta un café lo mismo que un menú del día en Madrid. Ver cómo el atardecer tiñe de mil colores el cielo reflejándose en el Océano Índico mientras me regala una conversación sobre qué mecanismo instintivo mueve a las personas a hacer cosas en su vida. Intercambiar libros, charlas y despedirnos en la puerta de la terminal con un abrazo. «Que tengas buen viaje», me desea. Y tanto que lo ha sido.

Hubo más historias, sensaciones y reflexiones que seguro que olvidé. Otras que recordé al hacer memoria sobre esos días. Otras me vinieron a la mente al ver las fotografías con que ilustré este artículo, y otras al escribir algunas de las líneas anteriores. Ni aún recordándolas todas podría jamás recomponer un viaje tal y como lo viví. Eso sí que lo tengo claro, tanto como que ni Sri Lanka ni Maldivas caben en un telegrama.