“El oro viene del sur, la sal del norte
y el dinero del país del hombre blanco,
pero los cuentos maravillosos
y la palabra de Dios
sólo se encuentran en Tombuctú.”

Poema árabe del siglo XIII.

Siéntate frente a un mapa y piensa, sino lo has hecho ya, en aquellos lugares que realmente te gustaría conocer. Quizá ese que viste hace tiempo en alguna película, documental, revista, o del que hablaste en un bar con unos amigos. ¿Lo tienes ya? Yo tengo una enorme lista de ellos, pero hoy quiero hablar de uno por el que pasé recientemente y que desde pequeño había llamado mi atención: la mítica ciudad de Tombuctú.

Montando un camello cerca de Tombuctú.

Si poco o nada conoces de esta ciudad, no te preocupes demasiado. Pese a que fuera mencionada ya en tiempos del griego Herótodo, ése era el mismo problema que hasta hace unos doscientos años se encontraban todos los que oían hablar de ella. Poco se sabía más allá de que la ciudad albergase varias de las mejores bibliotecas de la época, que en sus mercados se encontrasen todo tipo de productos exóticos traídos del norte y centro de África y que al estar además repleta de santos venidos de todos los confines del mundo islámico gozase de una más que consagrada vida religiosa y espiritual. Tanto es así que poco tardó en ser considerada una de las ciudades sagradas del Islam, estando visitarla prohibido para los infieles de esta religión. Tombuctú era un mito, y el eco de su musical nombre comenzaba a resonar entre ciertos círculos europeos.

Varios exploradores se lanzaron a su búsqueda. Destaca entre ellos Mungo Park, un médico inglés que se desempeñaba con veintidós años en la indonesia isla de Sumatra, y que conseguiría dos años más tarde remontar la parte baja del río Níger y llegar cerca de Tombuctú. Sin embargo fue encarcelado, maltratado y humillado por ser cristiano. A su vuelta a Inglaterra escribió un libro con las crónicas de su viaje, y aún partió una segunda y última vez al Níger, donde moriría envenenado por flechas de nativos sin haber conseguido su propósito de conocer la afamada ciudad.

La Sociedad Geográfica Francesa ofreció por entonces una suculenta cantidad de francos a quien precisase su ubicación exacta y sobre todo contase con fidelidad cuánto había de leyenda en lo que se contaba sobre Tombuctú. René Caillié, un púber francés ajeno al premio pero deseoso de aventuras, se enroló en un navío militar a Senegal junto a soldados que iban a reocupar el país tras la caída de Napoleón. Uniéndose a diferentes expediciones extranjeras que seguían los pasos de Mungo Park, fue poco a poco forjando sus habilidades para desenvolverse en el terreno, pero fracasó hasta tres veces en su propósito. Con la piel en los huesos, se embarcó a las Antillas Menores, donde intentó hacer dinero como comerciante. Al regresar a África lideró dos largas expediciones más que vinieron cargadas de enfermedades. En ellas, dice que debió beberse su propia orina y hasta su sangre tras cortarse en las extremidades, entre otras vicisitudes semejantes. Regresó a Francia con una nueva sensación de fracaso. Hay quien dice que a la tercera va la vencida, y René, más maduro, decidió emprender otra expedición viajando solo. Aprendió árabe, las costumbres islámicas y de las etnias locales, memorizó el Corán, y haciéndose pasar por un egipcio musulmán tras un año de viaje con no pocos contratiempos, consiguió llegar finalmente a Tombuctú a la edad de veintiocho años.

Vehículo en el que viajé en autostop a Tombuctú.

Camión atrapado en el camino a Tombuctú

Pinazas en el río Níger, cerca de Tombuctú.

Recordando todas esas historias, una noche era yo el que llegaba desde el país dogón al cruce de caminos de Douentza. Desde allí sale una pista hacia al norte que lleva a Tombuctú. Dormí apenas cuatro horas en el trastero de una tienda de refrescos y me desperté antes del alba, sabiendo que los pocos vehículos que tomarían la pista lo harían con la primera luz del día. Me recogió al pedirles autostop un todoterreno en el que viajábamos compactados nueve adultos y tres niños. Era temporada de lluvias y los caminos estaban intransitables. Tras dos cambios de rueda, varias paradas para la oración, ayudar a camiones atrapados en en fango, mareos, vómitos y el cruce del caudaloso río Níger arribamos al centro de Tombuctú doscientos kilómetros y doce horas después. El sueño de visitar esta mítica ciudad había dejado de serlo para convertirse en presente, y yo no cabía en mi de gozo.

Mezquita Djingareyber de Tombuctú.

Estaba tan emocionado que no sabía por dónde empezar a caminar. Me perdí voluntariamente entre sus calles, dejando que el impulso de poner imagen real a lo que sólo conocía por fotografías tomase las riendas de mis pies. Pasé por las casas que en su día alojaron a René Caillié y otros exploradores como Gordon Laing o Heinrich Barth, las mezquitas de Djingareyber, Sankoré y Sidi Yahya, la antigua universidad y un par de mercados. Tras aquella primera inspección de rigor, pregunté por la casa de Ismael Diadié, co-autor junto a Manuel Pimentel de un libro sobre la historia de Tombuctú y de algunos españoles que emigraron a la cuenca del río Níger en el siglo XV. Lo había comprado meses atrás al terminar los exámenes, y me gustó tanto que lo leí de una sentada la noche de Luna Llena de Febrero. Había recorrido cuatro países en autostop movido por el deseo de conocer en primera persona las historias que encerraban aquellas páginas, y ahora, estaba frente a la casa de su autor en la misma Tombuctú. Llamé a la puerta y el mismo Ismael me recibió en un perfecto español. Desde el principio tuve la intuición de que aquel «negro de Tombuctú», como él se llamaba a veces, sería una persona de mucha inspiración para mi. Años después, mientras escribo esto, recuerdo esa intuición y no puedo estar más de acuerdo. Estaba a punto de conocer a una de esas personas que nunca se olvidan.


Primera universidad de Tombuctú,todavía en pie.

Cualquier rincón es bueno parar orar.

El vida de Ismael estaba inevitablemente vinculada a la Historia. Uno de sus antepasados, un jurisconsultor musulmán de Toledo llamado Alí ben Ziryab al-Kuti, se exilió a finales del siglo XV al actual Malí, que él llamaba “Tierra de los Negros”. Temía que su religión le costase la vida y en su caravana al exilió se llevó con él la biblioteca hecha en vida con más de doce mil manuscritos de temática tan diversa como leyes, religión, Historia, matemáticas o astrología, además de textos de la misma pluma de Averroes o un Corán comprado por doscientos gramos de oro en Ceuta. La importancia de este tesoro radica en que buena parte de los archivos similares que quedaron en España ardieron durante la reconquista al no pertenecer a cristianos. Esa biblioteca, con miles de páginas retratando las peculiaridades del Al-Andalus del momento, fue una refugiada en África. Y allí también había sido perseguida.

El que tanto Ali ben Ziryab como alguno de sus descendientes se emparentasen con los Askia – la familia reinante en el Norte de Mali en aquellos tiempos- propició por un tiempo cierta seguridad a los documentos. Siglos más tarde, durante la colonización francesa los Kati prefirieron distribuir sus ejemplares entre cientos de familiares esparcidos a lo largo de toda la cuenca del Níger ya que temían por su integridad. Terminada esta etapa política es cuando el joven Ismael se apercibe de la herencia que su genética le ha legado y decide invertir todo cuanto tiene, amén de varios años en iniciar una labor detectivesca buscando pueblo a pueblo entre las ramas más alejadas de su árbol genealógico y amigos los manuscritos que cinco siglos atrás su antepasado se llevase consigo al huir. Poco a poco fue naciendo, no sin grandes dificultades, lo que hoy es el Fondo Kati.

En la casa en que habitase René Caillié. Hay toda una simbología de colores y formas.

Lo que más atraía de Ismael era su desgarradora profundidad. La simple manera de estructurar sus frases denotaba sencillez, integridad y elegancia. Vestía a la manera local, desprovisto de cualquier pomposidad, hablaba lo suficientemente lento para darte tiempo a pensar en lo que te decía, y lo suficientemente rápido para mantener un ameno ritmo en la charla. Escribía sus publicaciones a mano sobre una piel en el suelo que rodeaban montañas de libros en varios idiomas. No diría que riese, si bien su rostro tampoco era serio. Se me antojaba un asceta del desierto, los mismos con los que él fantaseaba ser, y que para mi sobradamente era.

Con Ismael Diadie en el Fondo Kati de Tombuctú

Con Ismael uno podía comenzar una conversación preguntándose si el diablo es consciente de quién es e ir poco a poco recorriendo una amalgama de temas tan diversos como la dualidad bien-mal según diferentes religiones, o la muerte, y así dejar que una historia fuera dando paso a otra hasta acabar horas después con las peculiaridades de la lengua Tamacheck, habiendo pasando por la idiosincrasia y orígenes de media África, la Eneida de Virgilio, las particularidades del Reino de Ghana o la conquista del afamado imperio Songhai por renegados cristianos y moriscos. A cada escueta pregunta que se me ocurría formularle seguía una magistral lección de Historia, sociología y espiritualidad. Era una delicia escucharlo, y así pasaron varias mañanas y tardes.

Ismael me muestra algunos manuscritos

En algunos paseos Ismael me desvelaba detalles arquitectónicos de la ciudad que pasaban desapercibidos a mis ojos, así como vidas y anécdotas de habitantes ilustres del pasado y de muchos de los santos que en ella residieron. No en vano Tombuctú es conocida como la ciudad de los trescientos treinta y tres santos. A mi me interesaba la relación entre las distintas etnias del desierto en la antigüedad, como los touaregs que esclavizaban a la etnia peul, o cómo éstos, asumiendo su histórica costumbre, viven ahora en cabañas que construyen en las calles de la ciudad. Igualmente los primeros cobraban ciertos aranceles a las caravanas comerciales que se aproximaban a la ciudad, y pasaban por el cuchillo a aquel que no debiera haberse acercado tanto.

Ismael lamentaba en profundidad la pérdida de las costumbres de su tierra. Entre las tantas que me dio a conocer, me marcó una ceremonia ancestral en la que su generación fue la última en participar. Una noche de Luna Llena las adolescentes vistiendo collares de flores y descubiertas de cintura para arriba, bailaban durante horas eligiendo cada una a uno de los jóvenes del pueblo. La elección se traducía en una relación que nunca se materializaba de forma carnal y se mantenía vitaliciamente, creándose una promesa de ayuda mutua y soporte a lo largo de la vida. Tanto él como ella se ayudaban, pese a formar familias distintas, hasta la muerte del otro. “Ahora sólo hay mensajes al móvil para ver qué hay debajo de la falda”, sentenció literalmente Ismael. Otro día muchos de sus primos le hicieron una visita sorpresa y almorzamos juntos. Bromeábamos, pues al ser algunos de ellos descendientes del rey visigodo Witiza, a quien la historia recuerda por sus dotes seductoras, me aseguraban seguir portando tal gen en su sangre.

Tienda en las calles de Tombuctú

Casas de la etnia peul

Los viernes Tombuctú queda a la una de la tarde tan desierto como las tierras que lo rodean. Los comerciantes cierran sus negocios, los mercados y calles se vacían y todos acuden a la gran mezquita de Djingareber para la oración. Así da comienzo el fin de semana. Cada varios meses, todos los vecinos acuden un día fijado a cubrir de barro las paredes de dicha mezquita. Si alguien no lo hace, los vecinos le colocan un puñado de esta espesa mezcla de arenas y agua en la cabeza, simbolizando su desacuerdo con su actitud.

Mezquita de Sidi Yahya, junto a la tumba del «El andalusí».

Una tarde me senté junto a la tumba de “El Andalusí”. Era un granadino que viajó hasta Tombuctú y declaró al llegar que era el santo que estaban esperando: el que debía ser imán de la nueva mezquita de la ciudad. Este edificio se había cerrado tras su construcción y durante cuarenta años esperó a alguien de la talla necesaria para llevarlo. El Andalusí desenterró las llaves de un lugar cercano a la mezquita que todos ignoraban, y así quedó probada su santeza. Hoy la mezquita es la principal de la ciudad y su sepulcro lugar de peregrinación. Todo aquel que emprende un negocio, contrae matrimonio o simplemente quiere rezar a la providencia acude a ella. Allí estaba yo también, preguntándome cómo proseguiría mi viaje.

Quedaba poco para el rezo de las siete cuando las puertas se abrieron. El imán, al notar mis rasgos extranjeros, me preguntó si era musulmán. Asentí, a lo que siguió su bienvenida al templo. La entrada estaba estrictamente prohibida y penada a los que no siguen la fe de Alá, pero en aquel momento no deseaba otra cosa más que ver el interior de la mezquita.  Ni ya podía, ni mucho menos quería, echarme atrás. Me descalcé, lavé mis pies en las fuentes de abluciones y caminé confiado. Al entrar me situé en la parte posterior, entre columnas, habiendo previamente cogido un rosario para las plegarias. Imitaba los movimientos de los fieles, mientras observaba emocionado aquel templo antiguo, recatado en su decoración y carente de majestuosidad, pero que invitaba al recogimiento. Me estremecía pensar la cantidad de caravanas de camellos, embajadas, viajeros y peregrinos que habían soñado con llegar allí y al hacerlo habían alzado emocionados una plegaria a su dios bajo aquellas mismas paredes. Estaba emocionado de tener yo también el privilegio de estar allí. Al recoger las zapatillas el imán se me acercó rodeado de algunos hombres. Temí que me hubieran pillado, sin embargo sólo querían interesarse por mi y acabamos compartiendo varias rondas de té.


Cruzando el desierto para salir de Tombuctú.

Mis compañeros de viaje echan una cabezada.

Puede que como tantas veces he escuchado la otrora fabulosa Tombuctú no sea hoy día más que «un puñado de piedras«. O que lo legendario de su pasado no sea más que eso, pasado. Pero para mi era más, mucho más. Desde siempre me han fascinado los grandes viajeros y exploradores, e historias como las que comento en esta entrada me resultan de enorme inspiración. René Caillié había seguido su sueño desde que fuera un niño, y pese a las tantas adversidades, habiendo sentido incluso la muerte tan cercana, nunca olvidó su propósito y cumplió su «imposible hazaña». Ismael, percatándose del nexo que suponía entre el pasado no sólo de su familia y el presente, sino de toda la cuenca del Níger y España, había consagrado buena parte de su vida a impedir la inevitable pérdida de todos esos manuscritos y ponerlos al servicio de la Humanidad. «El andalusí» en consciencia de su facilidad para la mística islámica, se erigió como el más famoso santo de la legendaria Tombuctú. Los tres habían sido repudiados y hasta amenazados por sus contemporáneos, pero supieron luchar contra las adversidades hasta lograr sus propósitos. Sus actos además tenían consecuencias  positivas para sus semejantes. Ello justificaba sus vidas.

Poco después fui a despedirme de Ismael y agradecerle las inolvidables horas que me había dedicado. Tras cuatro días en Tombuctú, sentí que era el momento de partir. Le di mis más sinceras gracias por la cantidad de ideas y reflexiones que en tan poco tiempo me había despertado. Al alba siguiente, justo cinco Lunas Llenas después de aquella noche en que leyese su libro, abandoné la ciudad sobre la carga de un camión. Con la enorme sensación de que aún me queda tanto que aprender, yo también debía seguir buscando mi camino.