Creo que cada uno viaja por un motivo diferente, y que por tanto debe haber tantas formas y motivaciones para viajar como personas en este planeta. En mi caso, siempre entendí el viaje como una vía para conocer el mundo en primera persona y sin intermediarios, en una suerte de escuela viva que poco tienen que ver con unas vacaciones. Acercarme y estudiar las diferentes culturas que he conocido me ha permitido entrever algunas de las luces y sombras de nuestra especie. Por eso, en la siguiente lista además de resumir algunos de mis sueños viajeros cumplidos también hay situaciones o aprendizajes desgarradores sobre costumbres o modos de vida que me dejaron el corazón como un garbanzo. Paradójicamente, muchos de los momentos que con el tiempo más me asaltan la memoria tras años recorriendo el mundo son meras conversaciones, otros experiencias ni bonitas ni agradables, pero todas comparten el haberme hecho crecer.

Sin más preámbulo, aquí están sin ningún orden especial algunas de esas experiencias.

Hacer la kora del Monte Kailash en Tíbet

El Monte Kailash es una montaña sagrada para budistas, hindúes, bonpos y jainistas. Situado en las estribaciones del Himalaya, al oeste de Tíbet, esta montaña de aires místicos atrae a centenares de peregrinos que lo circunvalan postrándose todos y cada uno de sus pasos sobre el suelo. Acompañarlos en esa peregrinación que supera los 5650 metros de altura fue un auténtico sueño que me hizo llorar varias veces de la emoción durante los tres días que tardé en completar sus 52 kilómetros.

Ser invitado a una boda en el Mali rural

Haciendo autostop a Djenne para visitar su gran mezquita de barro conocí a dos chicos que iban a celebrar la boda de su prima. Veinte minutos más tarde me habían invitado a unirme. Ocurrió una aldea diminuta y humilde donde durante tres días festejamos la unión según el rito islámico, tradicional y legal. Hubo música, bailes, ceremonias, comidas comunales y, sobre todo, tuve la fortuna de profundizar y conocer detalles culturales y de las relaciones entre familias y amigos que de otra manera me hubieran pasado desapercibidos.

Escribí «Ciudades de barro y sorpresas nupciales» contando cómo fueron esos días.

Peregrinar al Monte Athos

El Monte Athos es un reducto anacrónico en la Europa que lo rodea. Sus habitantes – todos barbudos monjes ortodoxos -, consagran su existencia a la vida espiritual y ascética. Tras conseguir un diamonitrión, el salvoconducto que permite a los peregrinos no ortodoxos visitarlo, navegué hasta él para visitar algunos de los monasterios, capillas y casas de retiro que se esparcen por su geografía. Muchos carecen de luz eléctrica, cierran sus puertas al caer el sol y empiezan su vida comunal a las 3 o 4 de la madrugada. Durante los almuerzos, se come en silencio mientras un monje lee en voz alta textos sagrados.

Los tres días que pasé visitando el Monte Athos fueron un regalo para el alma y un viaje en el tiempo

El monasterio de Simono Petras, el último en que pernocté en el Monte Athos.

Abordar el tren más largo del mundo

Entre la ciudad portuaria de Noadibhou y Zouerat, en el interior de Mauritania, existe un tren de más de tres kilómetros cuyos gigantescos vagones se abren paso entre la inmensidad del Sahara. Esta serpiente kilométrica es usada como vía de comunicación entre asentamientos del centro del país y la costa, ya que no hay carreteras. Los viajeros se suben furtivamente a los vagones para recorrer las más de 24 horas de trayecto.

Gracias a haberlo abordado varias veces y conocer bien el país, acabé trabajando como logista para un documental sobre el tren que ganó festivales y fue reconocido por National Geographic. Puedes verlo en «The Backbone of the Sahara«.

Puedes leer mi primera experiencia sobre el tren de Mauritania pulsando aquí.

Vivir un año en China

Tras más de un año de viaje sin billete de vuelta, crucé a pie la frontera china desde Vietnam y me dirigí a Chengdu, donde en poco tiempo acabé montando una vida. Conseguí varios trabajos, alquilé un piso y me sentí del barrio, hice amigos y tuve una rica vida social. La experiencia me sirvió para indagar y escudriñar en los recovecos de la sociedad china.

Además de China, también he vivido en Turquía, Inglaterra y España.

Escribí varios artículos sobre mi vida en China que puedes leer aquí.

Cruzar el Sahara a dedo

Esparcidos por todo el mapamundi hay accidentes geográficos que llaman la atención de cualquier viajero. Las grandes cordilleras, como los Andes, el Karakorum o los Himalaya, son algunos. Los desiertos, otros. En diferentes viajes he cruzado el desierto del Sahara tanto de norte a sur como de sur a norte, viendo el paisaje cambiar sus tonos verdes por los mil marrones de la aridez desértica, y ésta volverse verde de nuevo.

Hacerlo a dedo me permitió acercarme a las vidas, costumbres y formas de pensar de quienes viven en este desierto: viajé en camellos con caravaneros que comerciaban con sal, dormí en jaimas de seminómadas, pescadores y ganaderos de camellos, visité mezquitas y santuarios antiquísimos, pozos que en su día quitaban la sed de los caravaneros… Pero sobre todo conocí los códigos de de conducta, incongruencias, dificultades, tradiciones y anhelos de quienes nacieron y morirán sobre la misma arena.

Mis acompañantes rezan en mitad del desierto mirando a la Meca al caer la tarde.

Presenciar un coche bomba y ser encañonado en India

Lo primero que hice al aterrizar por primera vez en India fue tomar un autobús hasta Srinagar, la capital de Cachemira. El trayecto duró dos días. Al llegar me informaron de que había toque de queda en la ciudad y media hora después estaba en una casa-barco donde hice noche. Sólo el ejército podía circular por las calles. Esa madrugada un coche bomba explotó cerca de esa casa-barco haciéndola temblar, destrozando los cristales y regalándome el despertar más terrorífico de mi vida. Al poco la calle estaba llena de soldados y gritos. Acabé en la barca vecina esperando al amanecer mientras tomaba té con la familia que vivía en ella.

Al día siguiente había, obviamente, tensión en la ciudad. Mientras buscaba la tumba de un profeta al que muchos asocian con el mismo Cristo, acabé siendo encañonado por los fusiles de varios militares que al verme sacar una foto sospecharon que fuera un terrorista. Terminamos tomando té y galletas juntos mientras que, avergonzados por el error, no sabían cómo disculparse y me hablaban de fútbol. El susto se me quedó en el cuerpo unas pocas de horas.

Comida de la calle en India
Calles de Srinagar, cerca de donde acabé encañonado.

Convivir con la etnia mentawai

Pasé unos días en dos umas (casas comunales) de la etnia mentawai, en el selvático interior de la isla indonesia de Siberut. En la primera uma tuve la suerte de participar en una ceremonia ritual de curación de un hombre enfermo que duró dos días. Pude acompañar a los chamanes a recoger plantas para preparar medicina, a los jóvenes a coger gusanos para una comida comunal y a otros adultos a cazar. Me encantan las comunidades tribales, y haber compartido tiempo con alguna de ellas en diferentes lugares del mundo queda para siempre en mi cajita de tesoros.

Escribí «Un Chiripok entre los mentawai» sobre mi experiencia de aquellos días, y este otro artículo con curiosidades sobre esta tribu.

Sikeres (chamanes) mentawais recogiendo plantas para curar a un enfermo.

Hacer un curso de budismo con el Dalai Lama

Durante tres días asistí a un curso de budismo impartido por el Dalai Lama en Dharamsala, la sede del exilio tibetano. Muchas veces he preguntado a refugiados de este pueblo en qué pensaban al escapar de la ocupación de su país cruzando a pie el Himalaya con lo puesto y enfrentándose a una travesía que no todos acaban con vida. Casi siempre escuché como única y emocionada respuesta: «En el Dalai Lama». Cuando entre cánticos lo vi aparecer, recordando lo que significa para tantos tibetanos, el que se emocionó fui yo.

El Dalai Lama saludando tras el curso. Soy el de la camisa verde

Ser perseguido por un cultivador de opio

Caminando por las montañas del norte de Laos encontré una plantación clandestina de opio. Entré en una caseta cercana a pedir agua, y tras algunos minutos bromeando con sus ocupantes, que no paraban de fumar la adormidera, se alzaron y me persiguieron machete en mano. Pude escapar corriendo, pero el susto me duró un buen tiempo.

Aunque las famosas Guerras del Opio ya terminaron, y el turístico «Triángulo Dorado» que rodea a la triple frontera de Laos, Birmania y Tailandia hoy vive de turismo extranjero, siguen quedando plantaciones escondidas en la región (sobre todo en Birmania) cuyos frutos financian a guerrillas, gobiernos, empresas y mafias.

Puedes leer más sobre el relato de aquellos días aquí.

Conocer la realidad de los campamentos saharauis

Pasé varias semanas con los saharauis exiliados en los campamentos de Tindouf, un pueblo con el que siento especial afinidad cuya realidad y día a día desgarra el corazón más duro. Convivía con familias refugiadas, pero también conocí a cooperantes extranjeros, militares y hasta ministros. Pude ver cómo llega y se gestiona la comida y el agua, los problemas de salud de los saharauis, la insultante hipocresía de la política, las familias que llevan décadas separadas por el muro de la vergüenza..

Estos campamentos llevan en pie desde el año 1975, lo cual hace que todos los jóvenes que me crucé hayan nacido como refugiados. La mayoría no conoce más mundo que la cárcel a cielo abierto que suponen las tiendas rodeadas del más árido desierto a las que llaman casa. Su lucha por conseguir volver a su país se basa en una resistencia pacífica, simplemente viviendo allí en una rutina que a veces les consume. Me revolvió escuchar alguna vez a chavales de mi edad un «estamos preparados para ir a la guerra».

He escrito varios artículos sobre el Sahara Occidental que puedes leer aquí.

Bañarme en las fuentes del Ganges

El río Ganges, considerado por los hindúes como una diosa, debe ser el río más sagrado del mundo. Llegar a su origen, un glaciar en el corazón del Himalaya al que peregrinan ascetas y devotos, me costó un día de caminata desde el pueblo de Gangotri. Me bañé en estado de euforia en sus gélidas aguas bajo la mirada de montañas nevadas de casi 7000 metros de altura. A mis veintipocos años, empezaba a poner fin a un viaje que me cambiaría la vida para siempre. En los años siguiente volví a India muchas veces más, y me dediqué a estudiar su historia, sociedad y filosofías en profundidad. Pero entonces, mientras me bañaba regocijado en unos de los lugares más sagrados de este planeta, yo aún no sabía nada de eso.

Pulsa para leer mi largo camino hasta el origen del Ganges.

Recorrer a pie el país dogón

Durante una semana recorrí caminando los poblados de la etnia dogón, situados bajo la pintoresca falla de Bandiágara, en Mali. Estoy en deuda con todos aquellos que, además de acogerme en sus casas, me contaron mil historias para acercarme a su forma de entender la vida y me presentaran a curanderos, magos, cazadores, dirigentes, profesores, agricultores y artistas. Fueron unos días de ensueño en un escenario de cuento en los que pude obtuve una visión más amplia de la cosmogonía dogón que sólo conocía de libros.

Conté aquella inolvidable semana en «Días dogones«.

Visitar Lalish, la ciudad sagrada yezidí

En la provincia irakí de Nínive (hoy Kurdistán irakí) se encuentra Lalish, la capital espiritual de los yazidíes. Esta fé pre-islámica de origen incierto, a quienes muchos llaman «los adoradores del diablo», es sincrética de otras corrientes y endémica del pueblo kurdo. Lalish es raramente visitada por extranjeros, pero de obligada peregrinación una vez en la vida para los yazidíes. Sus habitantes me enseñaron las dependencias más importantes, incluyendo cuevas subterráneas repletas de ánforas cuyo aceite lleva alimentando el mismo fuego durante siglos, y tumbas de místicos como Adi Ibn Musafir que son objetivo de un festival cada año. Tras la visita, me convidaron a comer en sus propias casas.

Había querido conocer a los yazidíes desde que leyera sobre ellos en la obra de Gurdjieff. Cuando años más tarde supe que el Estado Islámico estaba asesinando sin piedad a este pueblo y vendiendo a sus mujeres como esclavas, se me cayó el alma al suelo.

Puedes leer más sobre mi visita a Lalish en «Los adoradores del diablo en Irak«.

Recorrer a pie el Reino de Mustang

Llegar a pie a la ciudad amurallada de Lo Manthang, capital de un diminuto reino embutido en un remoto valle del Himalaya, era una deuda pendiente desde que aprendí de su existencia y empecé a fascinarme por la cultura tibetana. Al verla por primera vez me traicionó el lagrimal. Fueron diez días caminando a cuatro mil metros de altura entre poblados cuyo hermetismo y aislamiento ha permitido que esta cultura se preserve con escasa influencia de sus vecinos.

Pueblecito del Reino de Mustang, entre Nepal y Tíbet.

Colarme clandestinamente en Tifariti

Desde Mauritania entré furtivamente, esquivando controles, en el Sahara Occidental liberado por el Frente Polisario. Este país no reconocido, separado en dos por el muro de la vergüenza, sigue siendo hogar de hijos del desierto, en toda la literalidad de la frase, que en su día fueron españoles. Conocí a algunos de estos nómadas, además de guerrilleros, comerciantes y refugiados que sobreviven en las inmediaciones de Tifariti, una ciudad derruida por la guerra cuyos habitantes no superan hoy la centena.

Conté el resumen de aquellos días en «Una incursión furtiva en un país invisible«.

Viajar sin billete de vuelta

Viajé durante 22 meses seguidos. Regresé mes y medio para irme medio año más. Y tras una Navidad en familia, partí por otros 10 meses. Más allá de las cifras, la diferencia con todos los viajes que había hecho antes e hice después, en los que había una fecha más o menos clara de regreso, era la indescriptible sensación de que mi vida estaba siendo ese viaje, y que éste no era un paréntesis de mi vida.

Saddhus

Los saddhus, los ascetas del hinduismo, son el colectivo más increíble que jamás haya conocido. He tenido la fortuna de convivir con ellos en varias ocasiones. Los he visto caminar descalzos durante años por los lugares más sagrados de India, vivir en cuevas del Himalaya casi sin abrigo ni comida, comer cadáveres humanos, hacer prácticas de absorción meditativa de días, comer y beber únicamente del cráneo de sus maestros, realizar ejercicios de pranayana (control de la respiración) que asustarían al más incrédulo…

Es cierto que el hábito no hace al monje, y entre supuestos saddhus encontré a muchos farsantes, charlatanes y buscavidas, pero también me pareció conocer a un puñado que realmente habían transcendido la condición humana. Es la fortaleza y constancia de esa búsqueda interior la que más admiro.

Vivir en Eastbourne

Siendo aún estudiante en el colegio, viví dos veranos completos en Eastbourne, un pueblo de la costa sur de Inglaterra. Tenía 16 años, la edad mínima para firmar un contrato laboral. Me di de alta en la tesorería, busqué un trabajo e hice amigos de todos los continentes y de un buen número de razas, creencias y formas de ver la vida. Encontrarlos a una edad tan joven aumentó mi perspectiva pero sobre todo mi curiosidad por el mundo, haciendo que quisiera aprender más de la enorme diversidad cultural de nuestra especie. Esos veranos fueron la semilla para que vinieran tantos viajes después.

Trabajé en una hamburguesería del Pier de Eastbourne.

Llegar a Tombuctú

El nombre de Tombuctú me suena a música. Prohibida durante siglos a los no musulmanes, perdida entre las arenas del desierto sin que nadie supiera ubicarla en el mapa, consagrada como ciudad santa y llena de riqueza, universidades y escuelas religiosas, la ciudad tenía todos los ingredientes para erigirse como uno de los grandes mitos viajeros. Llegué hasta su mismo centro haciendo autostop desde Marruecos.

Además de conocer sus mezquitas, mercados, bibliotecas y a algunos lugareños, tuve la fortuna de ser recibido por Ismael Diadie, un poeta, filósofo y humanista de enorme inspiración para mi. Su vida y genética le había llevado a proteger el Fondo Kati, una colección de manuscritos exiliada desde España a Mali en el siglo XV que pude ver con mis propios ojos.

Escribí sobre mis días en esta ciudad en «A la legendaria Tombuctú«.

Mezquita Djingareyber de Tombuctú.

Pasar una semana en el monasterio de Tawang

Estuve una semana viviendo con los monjes del monasterio budista de Tawang, situado en un frío valle entre Bután y Tíbet habitado por la etnia monpa. Asistí a ceremonias, ayudé en las cocinas y tuve el privilegio de ver textos y reliquias sagradas de antigüedad, además de enfrascarme por la tardes en debates filosóficos con algunos monjes.

Abandoné aquel valle con la sensación de haber estado en un lugar muy especial.

También he pasado días entre monjes de ashrams de diferentes corrientes hindúes, en tariqas dervices y monasterios cristianos.

Conté aquella inolvidable semana en «Días budistas en el monasterio de Tawang«.

Contraer malaria en África

Tuve la mala suerte de contraer a la vez dos variantes de malaria (Falciparum y Ovale) viajando por África, y la buena de tener los primeros síntomas llegando a España, donde fui hospitalizado en la UCI. Perdí mucho peso, músculo y a punto estuve de despedir a varios órganos. Gracias a los enormes profesionales que me trataron, hoy puedo contar esta historia que muchos pensaron que no haría. Tenía 24 años, y la experiencia me hizo empatizar mucho más con los tantas personas a las que esta enfermedad mata cada año y sentir la fragilidad, volatilidad e impermanencia de la vida humana.

Viernes de Sabbath en Jerusalén

Pasear por el barrio ultraortodoxo Mea Shearim mientras en sus calles impera el silencio del recién comenzado sabbath. Recorrer el Vía Crucis por el Viejo Jerusalén entre peregrinos y fieles. Encontrar una procesión dentro de la Iglesia del Santo Sepulcro de todas las ramas del catolicismo a la vez. Ver el Muro de las Lamentaciones en su momento álgido, con cientos de judíos casi en trance frente a él. Todo eso, y muchísimo más, cabe en una tarde en Jerusalén que te deja el corazón blandito y mil interrogantes en la cartuchera.

Presenciar una mutilación genital

Sin quererlo, acabé en una casa en la que acababan de circuncidar a un chico y estaban practicando la ablación genital a una chica. Sabía que ambas eran parte de ritos de paso de cientos de tribus, pero ver aquella escena en primera persona me marcó y me hizo cuestionarme muchas cosas a las que sigo sin saber responder.

Hablé de aquel día en «Donde la niñez termina en un juego«.

La hospitalidad y el otro

He sido invitado a comer del mismo plato, dormir en casas, montarme en vehículos, compartir días completos, salvarme de problemas y ahorrarme dificultades y un sinfín de gestos altruistas por centenares de personas en decenas de países que minutos antes no me conocían de nada. Todas esas muestras de fraternidad espontanea y curiosidad genuina me hacen confirmar una y otra vez que hay algo que une mucho más que lo que las fronteras, color de piel y los noticieros separan.

Es gracias a esa hospitalidad – y la necesidad de nuestra especie de conocer al «otro» – por lo que puedo profundizar un poco en la idiosincrasia, vidas y culturas del mundo, y el motivo de que me eche la mochila al hombro una y otra vez. Y sin duda, el punto en mayúsculas de toda esta lista, sin la cual viajar para mi no sería lo que es.

Año nuevo tibetano en Larung Gar

Larung Gar, en el oeste sichuanés, era la universidad budista más grande del mundo. Fue parcialmente destruida en 2018. Tuvimos la suerte de disfrutar allí un Losar, el año nuevo tibetano, celebrándolo entre monjes y peregrinos a varios grados bajo cero. Hubo largas ceremonias, conocimos a estudiantes y maestros, dimos infinitas vueltas alrededor de su estupa, curioseamos por casas y teterías y pudimos empaparnos del ambiente mágico de este lugar que por mucho tiempo estuvo prohibido a extranjeros.

Larung Gar es uno de los lugares más propicios de Tíbet para enterrar a difuntos de la manera tradicional. Asistimos a un entierro celestial completo, esto es, desde que un lama recita versos del Bardo Thodol (el famoso Libro Tibetano de los Muertos) para que no quede en el cuerpo ningún remanente de consciencia hasta que los cadáveres son devorados en un santiamén por los hambrientos buitres.

Esclavitud, leblouh y racismo en el Sahel

Viajando a pie por el sur de Mauritania llegué a un pueblecito de casas de adobe. Fui invitado a quedarme por una familia que, con toda naturalidad, me contaban cómo la cena había sido cocinada por sus esclavos, que dormían en la choza contigua. No sabía a dónde mirar.

Días más tarde, en otro poblado, vi que la hija de la familia cenaba algo diferente al resto. «Leblouh», fue la única respuesta. Se trata de un proceso que fuerza a las jóvenes a ingerir cantidades enormes de comida y leche de camella para aumentar su tamaño sobrenaturalmente. Con esa talla gustan más a los hombres y pueden ser casadas más fácilmente.

También empecé a ver que el racismo distaba mucho de la etnocéntrica visión que yo traía de casa. Había negros odiando a negros más claros o más oscuros, a árabes, a blancos, a criollos y a chinos. Y éstos odiando a los otros. Las combinaciones son ilimitadas, y afortunadamente las excepciones a este racismo también.

Experiencias como esta me enseñaron a ver con otros ojos a todas las sociedades, a no idealizarlas ni romantizarlas, y a procurar armarme de herramientas para conocerlas en profundidad.

Fervor y éxtasis en Mashad

En Mashad, corazón espiritual de Irán junto con Qom, pasé un día entero en el santuario del Iman Reza junto a mareas de gente llegada de todo el país. Varias veces me uní uno de esos ríos humanos que, emocionados y con los ojos húmedos, recorría las enormes estancias del mausoleo hasta llegar a su tumba, donde explotaban de una emoción de la que era difícil no contagiarse.

Ese día era especialmente concurrido debido a un festival, y mientras veía procesiones de fieles en la calle la policía vino a registrarme sospechando que fuera un terrorista del Estado Islámico, como más tarde me confesaron.

Hablé de aquel día en «Mashad: en el corazón el chiismo iraní«.

Inmigración en el Sahara

Regresaba eufórico a casa completando mi primer viaje a África. Tras cruzar la última frontera, en el Sahara Occidental, decidí pasar la noche al raso, en el desierto, para despedirme a mi manera de él. Me alejé de la carretera y me eché a dormir apoyando la cabeza sobre la mochila. Al despertar al alba vi en la distancia a tres personas caminando. Habían dormido un kilómetro más al sur que yo. Eran tres migrantes que desde Nigeria iban a pie camino de Europa.

Me contaron las desgracias de las que huían en su país y el viaje camino del Mediterráneo a través del Teneré (Níger). En ese desierto habían tenido que enterrar a dos acompañantes. En lugar de regresar a casa decidieron intentarlo por otra vía más al este. Llevaban meses caminando prácticamente sin recursos y evitando a las autoridades. La entereza y calma con la que relataban los avatares de su camino, y la felicidad de su cara al hablar de Europa, hacían lagrimar al más duro. Aquella conversación, que recuerdo frecuentemente, me marcó más que el resto del viaje entero.