Quise poner colofón a mi primer viaje a Asia volviendo a donde lo había empezado. Regresaba a los Himalaya para emprender la Chota Char Dham, una yatra (peregrinación) a cuatro enclaves sagrados escondidos en el corazón de esta cordillera: Yamunotri, Gangotri, Badrinath y Kedarnath. Los yatris (peregrinos) llevan centenas de años caminando hasta a estos lugares, en cuyas cumbres cercanas narran los Vedas que residen algunas deidades. El primero que visité fue Yamunotri, donde llegué a pie y en autostop. Resultaba increíble pensar que el riachuelo que allí nacía fuera origen del caudaloso río Yamuna, junto al que días antes había visto atardecer en el Taj Mahal.


Poco después el autobús se convertiría en una sala de fiestas andante.

Ensimismado por la belleza de los paisajes que me rodeaban, alcancé al día siguiente Uttarkashi, parada inevitable en mi camino donde además quise localizar a Pilot Baba, un antiguo piloto de cazas que tras la guerra entre India y Pakistán de los años setenta se volcó en la vida espiritual. Hoy es uno de los babas (nombre que reciben en el hinduismo quienes han adquirido sabiduría) más venerados en el Norte del país. Dicen que no ha habido persona capaz de sostenerle la mirada. Pero no tuve suerte, esos días no se encontraba en su ashram. Tras un breve paseo y un par de charlas con sus discípulos regadas por el imperativo chai, monté en un autobús y continué camino de mi siguiente destino: Gangotri.

Uno de los enormes ashrams con estatuas construyéndose a lo largo del camino.

Hay quien afirma que al igual que el cuerpo humano tiene siete puntos donde se concentra la energía sutil del mismo (los famoso chakras), en la Tierra ocurre lo homólogo. Precisamente en esta zona que recorría se encuentra uno de los siete chakras de nuestro planeta. Sea así o no, yo estaba pletórico, tenía un cosquilleo interior como un niño en noche de Reyes. Por un lado, me atraía de manera poderosa alcanzar por fin el origen del Ganges tras haberlo remontado por tierra desde su desembocadura en el Golfo de Bengala. Por el otro, me sentía un privilegiado al poder vivir la contagiosa atmósfera de ese autobús. En Gangotri apenas viven los dueños de los ashrams o alguna que otra tienda de verduras, así que todos los que se dirigen a este pueblo son yatris, peregrinos extasiados al extremo al igual que los musulmanes que peregrinan a La Meca o los católicos al Vaticano. Todos cantábamos en el bus, se compartía la comida, tocábamos las palmas y reíamos a carcajadas. Parecía una boda. A nadie pareció importarle que ni fuera hindú ni entendiese su lengua. Todos se interesaban por mi, me daban a probar de sus comidas y se encargaban de enseñarme las canciones. El camino que accede a Gangotri es el ensanche de la senda que antaño usasen los peregrinos que viajaban a pie. Hoy, gracias a los hindúes que “generan karma” donando rupias para la construcción de ashrams y templos, a lo largo de camino se veían siempre obras de nuevos edificios con enormes estatuas de dioses a medio construir. Entre la espectacular belleza del entorno y la animada fiesta de a bordo, a nadie parecía importarle que el autobús se hubiese roto varias veces y que en alguna de ellas incluso echase humo el motor.


¡El chico de la barba está muy delgado! ¡Vamos a darle algo de desayunar!

Una de las tantas paradas, más larga que las anteriores, se zanjó con el conductor devolviéndonos parte de las rupia que habíamos pagado. El autobús había dejado de funcionar. Fuimos bajando poco a poco y entonces me apercibí de que en la cabina del conductor viajaban peregrinos con los que todavía no había hablado. Eran cuatro: dos responsables de templos en distintas provincias del centro del país, el aprendiz de uno de ellos y un saddhu. Los saddhus son personas que renuncian a los placeres materiales de la vida en pro de alcanzar la iluminación a través de técnicas como la meditación o el yoga. Uno ha de raparse el pelo y buscar un gurú que te acepte e instruya para devenir un saddhu, aunque eso no es más que el principio. Entre ellos practican la ‘saddhu sahib’, una ley no escrita de ayuda al prójimo mediante la cual la asistencia entre saddhus toma un carácter casi familiar. Acogiéndonos a tan estupenda como humana ley, el saddhu de mi nuevo grupo de amigos preguntó a unos niños (debíamos de estar a unos tres kilómetros de una aldea) por los saddhus de la zona, y rápidamente nos remitieron a una cueva.

Con mis nuevos amigos shivaistas, buscando la cueva en que dormiríamos. Recién llegados a la goofa. El baba, de barba canosa, está al fondo.

Como si fuese nuestra casa, entramos en la cueva saludando con una breve reverencia a los babas que allí estaban. al que se saluda con un “hari om baba”, antes de arrodillarnos frente a su pie. Nos sentamos cómodamente mientras nos recibían con té. El Ganges corría a apenas cinco metros de la puerta de la cueva, así que todo el agua que se usaba tanto para cocinar como para la limpieza provenía del río. Cualquiera que halla visitado India será consciente del enorme fervor que éste caudal genera entre los habitantes del país. Peregrinar a sus fuentes supone un súmmum en la vida de un hindú, así que varios de los santones sentados a mi lado no eran si no peregrinos que en la consciencia de la importancia que alcanzar el glaciar del que surge este río tendría en su vida, caminan lentamente hasta él los últimos doscientos kilómetros, pernoctando durante días o meses en cenobios del camino, meditando y preparándose interiormente para el momento. Así, la gran mayoría de las cuevas cercanas, que allí llaman goofas, están habitadas por comunidades de saddhus. Pronto comencé a debatir con uno de ellos sobre los motivos de su peregrinación, los motivos que le llevó a convertirse en renunciantes, su visión en general de la vida y otros temas trascendentales. Me inquietaba pensar qué motivaba a un joven de adinerada familia recién licenciado en Literatura inglesa a abandonarlo todo. Su respuesta fue contundente: se sentía “empty inside” (algo así como «vacío por dentro»). Ahora, siendo uno de los cinco millones de saddhus que se estiman existen, todo eso le era ya historia. Empezó a enseñarme posturas básicas de yoga, técnicas para aprender a controlar la respiración, e igualmente se interesaba por las costumbres e idiosincrasia española. Mientras tanto, conseguía, como si de un espectáculo circense se tratase, doblar todo su cuerpo sobre si mismo a través de la perfecta circunferencia que creaban sus piernas al juntar las palmas de los pies. Al traducirles al resto mis respuestas, todos me preguntaban por si había saddhus en España, el idioma, su religión, política o sociedad. «¿Y si voy cómo me tratarán?» No supe responder. Si para mi ya resultaba chocante ver la forma de vida de estas personas, creo que el recíproco les causaría un aún más mayúsculo shock.

Preparando la cena. Lavando recipientes con agua del mismo Ganges.
Preparando la cena. Lavando recipientes con agua del mismo Ganges.

Entre todos preparamos verduras varias para cenar. Unos las cortaban a mano, otros preparaban el fuego, aquel fregaba recipientes y yo me encargué de amasar harina para hacer chapatis, el pan típico de India que se usa para mojar el curry a modo de cubierto. Aporté de postre unos plátanos que había comprado aquella mañana. El baba conseguía las verduras gratuitamente en la aldea cercana y dando tres vueltas con la mano al recipiente común mientras recitaba un mantra, bendecía el yantar, del que mano derecha al frente, pues la izquierda está prohibida, recibíamos una porción. Poco después, compartiendo mantas, el duro suelo y habitáculo con doce personas, insectos de considerable tamaño y alguna rata que tras la cena se fue, quedamos dormidos con el fuerte caudal del río como banda sonora. Todavía ignoraba que casi todos los días que me restaban en el Himalaya dormiría en cuevas.

Mi amigo, vestido de naranja, imparte una clase durante la larga espera. ¡Parece que viene un vehículo!
Mi amigo, vestido de naranja, imparte una clase durante la larga espera. ¡Parece que viene un vehículo!


La entrada a la cueva en que pernoctamos.

Al alba siguiente todos despertamos a la vez. Nos aseamos en el propio río, y doblamos las mantas mientras se hacía el chai. Tras caminar hasta la aldea más cercana nos encontramos a los otros viajeros del autobús, que habían dormido alquilando habitaciones a los dueños de las casas. Apenas nos separarían cuarenta kilómetros de Gangotri. De nuevo, todo el mundo compartía con todos la comida, y al ser de nuevo el único caucásico, todos insistían en que probase la suya. Un puñado de lentejas, otro de arroz, salsa de nosequé, cacahuetes, bolas de canela, samosas, frutos secos picantes… Debió ser el desayuno más variado de mi vida. Cada vez que pasaba algún vehículo (que fueron pocos, dicho sea de paso) lo parábamos, pero al ser bastante pequeños, no sobraba ni un espacio en el maletero. Conseguí alguno que me llevase, pero sólo había sitio para uno e igual que la noche anterior la saddhu sahib nos había ayudado a todos, sentía que debía respetarla yo también y peregrinar hasta el mismo templo de Gangotri con mis nuevos amigos. Ellos tampoco hubieran marchado sin mi. Tras tres o cuatro horas de espera, un conductor accedió a llevarnos en el techo de su cuatro latas. Era un todoterreno construido en los años de la ocupación británica, aunque las tantísimas reparaciones no nos evitaron tener que agarrarnos fuertemente a la carga durante dos horas de continuos baches. Sin embargo poco pareció importarnos todo eso tan pronto como llegamos a Gangotri. Todas las dolencias físicas acumuladas desaparecieron ipsofacto.

Peregrinos recién llegados a punto de tomar su baño. Gangotri y su entorno.

Mis amigos estaban eufóricos. Como locos corrieron a los lugares habilitados para bañarse, y vestidos únicamente con una tela que recubría con varias vueltas los genitales (la ropa interior habitual entre los religiosos hindúes), hundían su cuerpo entero en el agua agarrados a unas cadenas. La corriente era tan fuerte que de no hacerlo así te arrastraba violentamente. Bebían agua del río y guardaban otra poca en unos frascos especiales que llevarían de vuelta a sus ciudades para hacer ceremonias y ofrendas. Mientras me bañaba, regodeándome en mi propio gozo, recordaba todo lo que había leído sobre el lugar donde al fin me hallaba. Mis amigos volverían tras su deseado baño de inmediato a Uttarkashi, algo que yo no comprendía, pues había recorrido ininterrumpidamente unos dos mil kilómetros y ahora los retrocedían tras apenas permanecer una hora en Gangotri. Me invitaron a continuar la peregrinación con ellos, aunque preferí despedirme, pues como les expliqué, sentía que necesitaba quedarme aún más tiempo en ese lugar. Además, tras la ceremonia de bendición en el templo, me presentaron a su máximo responsable, que me invitó a alojarme en su propia casa. Entre él y mis amigos peregrinos, tratamos de localizar preguntando a medio pueblo a Baba Ashoka Nanda, en cuya cueva mi amigo viajero Jorge Sánchez había pasado unos días casi veinte años atrás. Ni por el nombre ni por una fotografía que traía lo conocía nadie. Tras un buen rato un anciano nos comunicó que Baba Ashoka desde hacía años vivía en Japón, y su cueva se encontraba ahora tapiada.

En el centro de esta cascada, algún anacoreta se sienta a hacer ejercicios yóguicos.

Siempre vistiendo de blanco, al igual que las paredes del templo que cuidaba, este hombre me contaba historias sorprendentes sobre los pocos que residían continuamente en Gangotri. Gentes que habían cruzado el país entero arrastrándose hasta llegar allí y construir un ashram, saddhus que han permanecido bañados por sus gélidas aguas solamente con la cabeza fuera durante largas temporadas, babas que superaban los cien años de edad y que al verte te sorprenden hablándote de tu pasado, y un largo etcétera de historias que rozaban la ficción. Tras terminar el almuerzo, el hombre volvió a sus quehaceres en el templo y yo me dediqué a buscar saddhus por los alrededores de Gangotri. No olvidando mi propósito de alcanzar las fuentes del Ganga, avancé un poco la senda que hacia él se dirige, hasta un puesto de control donde vigilantes armados me confirmaron lo que ya varias personas me habían dicho: una autoridad política se encontraba estos días haciendo un trekking en este glaciar, así que toda visita estaba terminantemente prohibida. Para más inri, al haber sido declarado parque nacional, se precisaba un permiso para recorrer el glaciar, que se obtenía en Uttarkashi por trescientas rupias, algo que yo ignoraba por completo. Pasé un buen rato tratando con todo tipo de artimañas que me dejasen pasar. Incluso tomé varios chais con los guardas, pero su respuesta era clara: sin permiso no entraría, y de tenerlo, tampoco lo haría hasta que aquel político saliese de la zona.

  Peregrinos esperan el comienzo de la Aarti, o ceremonia al río.   Todo el mundo acude a la bendición al caer la noche.
Peregrinos y el Templo Blanco durante la ceremonia. Mi amigo, vestido de blanco, bendice con agua sacra a los peregrinos.

A escasos cien metros de este control encontré en un ashram repleto de saddhus fumando hachís en sus chilums y otros tumbados en el suelo bajo los efectos del bhang, una mejungue a base de hierba de cáñamo cuyo uso entre ascetas se remonta milenios atrás y se describe en los Veda. Otros, estando en los huesos, hacían yoga con una flexibilidad envidiable mientras llevaban el tamaño de su vientre a la mínima expresión siguiendo ejercicios de respiración. Vimos juntos atardecer antes de ir al templo para participar en la Aarti, una ceremonia con la que cada tarde se invoca a la diosa Ganga (el propio río Ganges, que en India es una deidad viviente). Tras la ceremonia volví a casa del cuidador del templo, donde cenamos antes de caer dormidos como ceporros. Sin embargo, no olvidaba que había llegado hasta allí para alcanzar el nacimiento del río, y pese a la prohibición de aquellos días, no pensaba darme por vencido tan pronto.

Gangotri, el Ganges y el camino hacia sus fuentes al fondo…

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