Cuando empezó a llover ignoraba que pese a que la tormenta me hiciera poca gracia me acabaría alegrando. En lo que iba de día había montado en nueve vehículos distintos – incluyendo un tractor y una carreta tirada por dos caballos-, para recorrer menos de doscientos kilómetros. Llevaría una media hora caminando bajo el agua cuando escuché a un vehículo en la lejanía. Le pedí autostop y al observar la matrícula en árabe, saludé con un “Salam aleikúm” a sus ocupantes tal y como entré. Me correspondieron en esta lengua y aceptaron amablemente en uno de los asientos. Poco después llegamos al paso fronterizo de Ibrahim Khalil. Tras los habituales procedimientos de inmigración y un par de tes con los oficiales mientras respondía alguna pregunta, me entregaron de nuevo mi pasaporte sellado. Volvimos al vehículo y avanzamos entre fuertes medidas de seguridad unos metros más. Acababa de entrar en Irak.

Sorteábamos los tramos de carretera en peores condiciones, con un atardecer a la derecha sobre la planicie de Mesopotamia, bañada por el río Tigris. En el colegio me repitieron hasta la saciedad que la cuna de la civilización venía de la tierra que estaba recorriendo, sin embargo, lo que escuchaba de mis compañeros de vehículo parecía distar bastante de aquello. El primero de ellos, Jihan, de treinta y tres años, bajito, moreno y de ojos brillosos – tanto por su marcado verde como por las lágrimas que a veces derramaba- me acabó relatando su vida con la naturalidad de quien cuenta un cuento. Durante los tiempos de Saddam Hussein, era rutina el castigo al Norte de Irak al ser habitado mayoritariamente por kurdos. Eso explica que con doce años fuera encarcelado. Palizas cuyas cicatrices vitalicias me enseñó en su espalda, días sin comer, ser desnudados y tumbados en un suelo de mármol lleno de hielo a temperaturas exteriores de bajo cero, y otras crueldades eran algunos de los recuerdos que, a veces en calma, a veces con la mirada húmeda perdida en el horizonte, me relataba. Su aldea había sido rociada con petroleo (Irak es notablemente rico en este líquido) y levantada en llamas posteriormente. Buena parte de su familia falleció aquella noche. Su madre había conseguido, mediante un contacto y una gran suma de dinero, que le permitieran escapar de prisión por una puerta dejada abierta a propósito, y así el pubertoso Jihan huyó a Irán. Desde allí vía Turquía entró en Europa, y durante diez años estuvo deambulando por este continente, siendo continuamente expulsado cuando las autoridades lo apresaban. Me detallaba los procedimientos de deportación de muchos ellos al dedillo, así como trucos para cárceles o vacíos legales para evitar extraditaciones. Camuflado entre la mercancía de un camión alcanzó el Reino Unido, donde había conseguido establecerse y obtener finalmente un pasaporte. Aquellos días era el Eid, la fiesta del cordero (algo así como la pascua islámica), y Jihan estaba visiblemente conmocionado al poder finalmente regresar y celebrar esta festividad con los familiares que le quedaban vivos tantos años después.

Ya entrada la noche, alcanzamos Hawler, nombre kurdo de Erbil, la capital del Kurdistán irakí. Puesto que mis nuevos amigos continuarían hacia sus pueblos, sintiéndose mal por no poder hospedarme, habían telefoneado por el camino sin que yo lo supiera a un conocido de un hotel en el centro de la ciudad donde fui invitado a alojarme gratuitamente. Tras una ducha caliente que agradecí enormemente, me perdí entre los zocos y mercados del centro de la ciudad. Era la hora de cenar, y todos los puestos de comidas estaban a rebosar. Carnes de kebap en panes tradicionales, verduras, frutos secos, tes, zumos de frutas y un cierto trajín culinario creaban una serie de olores casi tangible en el aire, creando los clientes y transeúntes una atmósfera a la que los gritos de tenderos de telares, zapatos o útiles del hogar ponían banda sonora. Veía más sonrisas que caras largas. Me dejé perder entre las calles, hasta que ya bien entrada la madrugada regresé al hotel. Al ser el único abierto tan tarde, entraron conmigo en aquel momento unos clientes. Les cedí mi habitación, la única vacía, y junto a los dueños caí poco después rendido sobre unas alfombras de la propia recepción.

Erbil a vista de gorrión.

Mercado en las calles.

Me despertó la primera llamada a la oración. Amanecía y tras agradecer la hospitalidad recibida salí a conocer la ciudad. Caminé hacia las primeras mezquitas, queriendo conversar con los imanes, aunque con ninguno de los que encontré compartía idioma. Caminaba rápido hacia las afueras. El excesivo y molesto tráfico me recordaba a las grandes urbes de India. Tan pronto me alejé algunos kilómetros del centro, vi urbanizaciones de nueva construcción, así como altos edificios y hoteles. A diferencia de la parte árabe de Irak, el Kurdistán se está convirtiendo en un centro de negocios y riqueza de rápido despegue, y todas aquellas infraestructuras no eran más que los primeros síntomas de este boom económico.


Ropas típicas del pueblo kurdo.


Los frutos secos se venden por doquier.

Si bien la utópica imagen de Irak, forjada por aquellas lecturas de “Las mil y una noches” e historias similares, con callejuelas repletas de cúpulas, calles arenosas, camellos en cada esquina y comerciantes ataviados con ropajes exóticos, difería un poco de lo que encontraba, aquel laberinto tenía un gran sabor, no tan lejano a dicha elucubración mental. En tonos marrones, muchas casas eran decoradas exteriormente motivos (geométricos, pues el Islam prohíbe representar figuras humanas o animales), algunas estructuras eran reforzadas con arcos, y con la excepción de las personas más jóvenes, todos vestían a la manera tradicional kurda. Las mujeres cubrían su cabeza con velos coloridos, y raramente alguna portaba burka. Los mercados eran ricos, y no faltaban las frutas de mil colores y las especias. Subí al punto más alto de Erbil: la antigua ciudadela. Fuentes históricas constatan que ha estado poblada la friolera de seis mil años, lo que la convierte en una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del globo. Otros historiadores van aún más allá, afirmando haber encontrado restos que confirman la habitabilidad del lugar en el Neolítico, esto es, hace ocho milenios. Entré a través de la puerta de Bagdag, llamada así por que a través de ella se partía a dicha ciudad. La custodia una estatua gigante de Mubarak Ben Ahmed Sharaf-Aldin, filósofo, historiador y erudito nacido en Erbil en el siglo XIII. El grosor de varios metros de la propia puerta, así como el de las murallas, evidencia el carácter defensivo del enclave. La ciudad en ruinas que hasta hace poco se erguía en el interior está ahora ocupada por la Pehrsmerga, el ejército kurdo, que haciendo uso táctico de la altura del lugar ha emplazado allí alguna antena de comunicaciones.

Ciudadela de Erbil, Irak.

Lamenté que la guerra hubiera destruido tantas edificaciones. Estaba particularmente interesado en un tekké sufí del que mucho había leído, y que fue determinante en la historia, sin embargo, ya era eso mismo: historia. La guerra lo había reducido a polvo, como le ocurriera a la antigua mezquita como al hammán, alzándose hoy otros reconstruidos donde en su día lo hicieran los originales. (¿Sabías, por cierto, que se llama así a estos baños calientes ya que “hamman” significa calor en árabe?). Además de todo eso, en su momento la ciudadela albergó una sinagoga judía, e incluso una iglesia católica (del siglo XIII). Me paseé entre las tantas casas derruidas, y cuando observaba que ningún soldado me vigilaba, me introducía en alguna. Muchas tenían restos de murales en las paredes derruidas, en otra llegué a encontrar algún libro, comido por el moho, y hasta restos de muebles. Entrando en una habitación oscura, alguien se sobresaltó tanto como yo. Así de original fue la presentación común con Anna. Su piel blanca, cabello rubio, ojos azules, zapatillas de deporte, y que al contrario que las mujeres locales, pudiera ver parte de su piel, me hicieron preguntarle rápidamente su nacionalidad. Estadounidense, residente en Irak desde hacía un año. Tenía veintipocos. ¡Toma ya! En su día libre se dedicaba a profundizar en la historia de la ciudad, así que visitamos juntos la ciudadela, y algún museo a cuya dueña ya conocía.


Una de las puertas de la ciudadela.


Casa en el interior de la ciudadela.


Casa señorial de la ciudadela.


Interior de una de las casas más ricas.

Paseé con Anna un rato por la ciudad. Los obligatorios controles de seguridad de cualquiera de los edificios públicos, parques, centros comerciales e incluso restaurantes – consistentes en una inspección tanto de bolsas y mochilas, como un cacheo corporal cual aeropuerto-, quedaban a la altura del betún frente al del National Bank of Irak. Un tanque flanqueaba los grandes muros de hormigón que blindaban su entrada, y un riguroso proceso de entrada, paradójicamente bastante amigable, obligaba a dejar en consigna desde armas hasta teléfonos móviles. Conté tantas pistolas, que deduje que todo el mundo en el interior del banco debía moverse con una. Inquirí a Anna por su vida en Erbil dada su nacionalidad, pues el gobierno de Bush había protagonizado la última gran guerra. Un natural “Ningún problema” sentenció mi pregunta. No obstante, una cosa era la región kurda de Irak, apenas involucrado en el conflicto, y otra la árabe, donde el odio americano es latente.


Vista desde la ciudadela.

Cerca del banco, un parque presumía de jardinero, con árboles podados formando figuras de animales, alfombras de flores de compleja geometría y colores, y hasta un teleférico con vistas a la ciudad. Aún albergaba galerías de arte, y pequeños museos de historia local. Me sorprendió encontrar un centro comercial de dimensiones colosales, rodeado por un enorme mercadillo. En su interior comprobé cómo la idiosincrasia local sigue ganando a la modernidad, y así, en las cuatro plantas del complejo, muchos comerciantes usaban los pasillos a modo de tienda, apilando cajas de zapatos o prendas varias como en los zocos. El garaje apenas alojaba una decena de vehículos, y estaba reservado a la venta de productos de importación china. Los jóvenes se agolpaban y hacían cola para jugar a vídeojuegos de fútbol, esa particular religión extendida ya por cualquier recoveco del globo.


Irak no es tan distinto del resto del mundo.


Enorme centro comercial de Erbil.

Poco antes del atardecer, comprando unos pistachos en un zoco, al oírme un comerciante se apercibió de que no era irakí. Llevaba unos meses viviendo en Erbil, aunque procedía de Bagdag. Había abandonado esta ciudad cuando por tercera vez en cuatro meses su hija había sido secuestrada a cambio de un rescate. Éste lo pagaría en dólares su empresa, filial de otra estadounidense. Era la manera de las mafias locales de seguir atacando al país americano tras el cese de la última guerra. Esto, me aseguraba, era rutina en la capital.


Paisanos kurdos.


Antigua puerta en un mercado.

Hice amistad con un kurdo que podía conseguirme el visado para viajar al Irak árabe. Aunque al final no conseguí tal cosa, me alegré de cenar en Onkawa, el barrio cristiano de la ciudad, con un numeroso grupo de locales y expatriados. Esta zona es la que suelen habitar los extranjeros residentes en Erbil, lo cual me alejaba del contexto local, aunque por otro lado me permitía indagar en tan peculiar país desde otra óptica. Antes de dormir recorrimos en coche media ciudad. Al no caber todos en el vehículo, tres de nosotros viajamos, muertos de risa, en el maletero.

Me quedé dormido aquella noche pensando las tantas historias que había escuchado aquel día. Todavía ignoraba que muchas peores estaban por venir. ¿Qué aporte y «efecto mágico» tendría sobre uno mismo el poder sobre el prójimo?  ¿A qué responde la imperiosa necesidad que ciertos niveles de poder parecen tener por cosechar aún más, sin importar al precio que fuera? ¿Qué tipo de justificación puede darse para aberraciones como las cometidas en Irak, o actualmente en tantos lugares del mundo? ¿En qué había ganado alguien, habiendo apoyado y conseguido que tantas personas debieran tener vidas parecidas a las de Jihan, aquel comerciante de Bagdag, o los sometidos a los grandes enfrentamientos que durante siglos habían existido en esa tierra? ¿Era ese comportamiento parte innata de nuestro ser, el propio precio de pertenecer al homo sapiens? Aún me restaban varios días en Irak, y analizando el conflicto kurdo con profundidad encontraría ciertas explicaciones a estas preguntas, pero ello, será otra historia…