Empleé el último día en Vietnam en pasear por un barrio de Hanoi conocido por  la cría y posterior cocina de serpientes. La costumbre antes de comer es servir un chupito de sangre del animal recién degollado mezclado con algo de alcohol y rematado con el corazón aún latente del reptil. Como mi visado vietnamita expiraba al día siguiente, tras cenar con unos amigos tomé el último bus nocturno hasta Lao cai, un pueblo fronterizo con China. Me informaron mal de la duración del trayecto, y mientras esperaba llegar a las seis de la madrugada, a las dos ya nos habían dejado en un descampado a un vietnamita y a mi. A éste le esperaban en un coche que no tardó en desaparecer. Yo caminé hacia lo que supuse el centro, busqué un portal y dormí sobre la losería para combatir mejor el calor. Me despertaron tres veces diferentes: la primera una rata, luego una prostituta y la tercera un borracho, los tres tocándome el pie. Con la primera luz del día, me dirigí a la salida del pueblo. No era una salida normal, si es que dicho adjetivo significa algo, sino una salida hacia China.

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Tras la niebla y al otro lado del río, China.

¿Quién no ha escuchado, en mayor o menor medida, hablar de China? Desde hacía meses me barruntaba en la cabeza la idea de establecerme una temporada allí.  Varias veces en mi vida había barajado no visitar, sino vivir en este país, cada vez por un motivo diferente. De pequeño, casi por la misma época que aún creía que los chinos eran amarillos, quería convertirme en uno de esos monjes expertos en artes marciales que rellenaban los documentales de la siesta, y me reía pensando en lo gracioso sonaría hablando mandarín. Otra temporada quise ser aceptado en algún centro donde impartieran clases de Medicina Tradicional China. Otra en alguna escuela notable de budismo o taoísmo. Incluso en el primer año de universidad, con toda la rigurosidad que creíamos merecía, diseñé junto a un compañero un plan que nos llevaría a afincarnos en Pekín. «Dentro de tres años viviremos ahí», decíamos convencidos. Él lo hizo siete años después. Yo nunca.

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Tras cruzar esa puerta, estaba China.

Llegué a la cola del mostrador de inmigración. Mi enorme conocimiento del idioma se reducía a tres palabras: gracias, China y extranjero. Irónicamente, no dejaba de escuchar esta última entre todos los que sin dejar de intentar colarse no me quitaban la mirada. El agente que me recibió podía presumir de inglés tanto como yo de chino. «¿Por qué?», escuetó en un tono incomprensible preguntando mis motivos para andar allí. «Turista», mentí tratando de satisfacerle con la respuesta. Poco después cruzaba el puente que separa Vietnam de China. Ya estaba dentro. La bienvenida de la tan rígida como insípida construcción preludiaba con cierta mofa lo que estaba por venir. En una ilusa y enorme ingenuidad, yo aún soñaba con que encontraría esa China clásica de cultura milenaria, edificios tradicionales y demás bla-bla-blás que siempre había escuchado. «China«, me repetía en voz baja a modo de mantra. Recuerdo cómo mientras más avanzaba por el puente, más pequeño me sentía. Era un ínfimo punto entre las fronteras del tercer país más grande del mundo, una célula perdida en un complejo organismo cultural del que ignoraba todo.

De repente, todos los comentarios y párrafos que me habían ido acercado al país en el último par de años me flotaban en la cabeza: Los chinos son sucios. Los chinos escupen ruidosamente por todos los sitios. Los chinos fuman en tu cara estés donde estés. Los chinos son hostiles. Los chinos comen perros y ratas, o cualquier cosa que encuentren. Los chinos no hablan inglés… Y así seguía un generoso etcétera. Había conocido muchos chinos, pero siempre fuera de su país. Vivir entre ellos me regalaba la oportunidad perfecta no sólo para comprobar cuánto de aquello era cierto, sino para procurar entender el porqué era así. Entender la mente china (y quizá de paso un poco más la propia) sería mi trabajo personal los siguientes meses. Con esa inquietud caminaba por las calles de aquel pueblo fronterizo.

autostop-chinaAhí hice autostop por primera vez en China. La foto no es gran cosa. Los recuerdos que van con ella sí. Al fondo, se distingue una estatua con soldados para conmemorar su lucha en alguna guerra.

Salí a pie de la ciudad, esquivé a unos policías que me impidieron caminar por la carretera, y poco después alzaba la mano a los vehículos que pasaban. Si las primeras horas en un nuevo país son siempre una alegría, la sensación de pedir autostop en él por primera vez es inolvidable. Tardaría diez o quince minutos en parar el primer coche, y con el apareció instantáneamente «la gran muralla china». Así llamé a la barrera que más allá del idioma sentiría a veces con las personas de este país. Me he comunicado mediante gestos y tonos con cientos de personas sin compartír idioma alguno, y sin embargo, encuentro la brecha aquí un tanto más acusada. (De este tema, no obstante, hablaré pronto con más detalle y menos generalización).  Me tomó dos camiones y dos coches llegar a Kunming, la capital de la provincia de Yunnan. O mejor dicho, me tomó unas once horas, nueve personas, muchos silencios cómodos, otros dos incómodos (para los conductores), una carcajada que derribó «la gran muralla» hasta hacerlos cómodos, un cuadro cubista en cada rostros de los cuatro ganaderos en cuya granja entré a pedir agua y unos fideos en una cantina de carretera especializada en cualquier parte del cerdo menos su carne.

centro-de-kunmingPlaza céntrica de Kunming. Arcos tradicionales se camuflan entre altos edificios.

Con el atardecer tiñendo el cielo, me despedía de los últimos conductores en el centro de Kunming. Tras un tímido apretón de manos -el contacto físico público es casi inexistente en la sociedad china-, se esfumaron como si nada hubiera pasado. Pasaría tres días durmiendo en un dormitorio junto a otras doce personas. Allí hice amistad con un jubilado extremeño que estudiaba chino en la universidad y cada quince días se cambiaba a otro dormitorio. Me pareció un tipo estupendo. El suyo era otro ejemplo más de las tantas formas de vivir que hay en el mundo. ¿No debería haber tantas como personas? ¿Siete mil cuatrocientos millones de humanas posibilidades, opciones y formas de dar ese paseo que llamamos vida? Me lo imaginaba de vuelta, una taberna de su pueblo natal, entre los suyos, siendo entre líneas o en el inconsciente colectivo ligeramente recriminado o criticado. ¿Será el propio miedo el que incita a discrepar con quien, aún sin dañar a otro, no obra como tú? Cada día creo más firmemente que por encima del amor, el odio, el dinero o cualquier valor, el motor que mueve el mundo es el miedo.

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Paseaba por el centro de Kunming entre cientos de escaparates, altos edificios que alternando bombillas jugaban a los juegos de luces y enormes vallas publicitarias. El consumo parecía ser, una vez más, el hilo conductor de cuanto veía. A un ojo inexperto en el país como el mío, el desarrollado centro de Kunming no se diferenciaba mucho de cualquier capital europea. Empecé a buscar el país en quienes lo definen: sus habitantes. Éstos siempre me ayudaban en la calle, restaurantes o mercados, y las miradas esquivas de las que me habían precavido siempre se traducían en sonrisas. No encontraba en lo que veía el lugar de tremenda hostilidad que me habían advertido. ¿Se habían equivocado todos? ¿Me estaba equivocando yo? ¿Estaba soñando? ¿Sería Kunming una excepción a la China que me habían contado? Es dificil, además de injusto, juzgar a alguien que conoces de muchos años por el comportamiento puntual de un rato. Así, no iba yo a pretender sentar cátedra de un plumazo sobre la idiosincrasia de una sociedad de mil cuatrocientos millones de personas por apenas haber coqueteado setenta y dos horas en su país. Me hacía falta tiempo. Mucho tiempo.

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Conocer qué pensaban las personas con que me cruzaba me hizo quedarme a vivir en su país.

Siempre que viajo paso muchas horas sentado en lugares públicos centrándome en sentir y sobre todo observar lo que veo. Este nuevo país no iba a ser excepción. Prolongaba ratos junto a paradas de metro, autobús, mercados, restaurantes, monumentos antiguos, monumentos reconstruidos, monumentos por reconstruir, avenidas, calles,  callejones, patios de escuela, parques y templos. En todos encontraba lo mismo: una rutina. Y justo eso era lo que yo llevaba más de un año sin tener. Además, tras más de un año de viaje mi economía pedía a gritos un trabajo. Y ¡qué caray!, asentarme una temporada es lo que me había traido a China, donde procuraria aprender el idioma, comprender tan enrevesado país y disfrutar mientras tanto de las mieles de la vida sedentaria. Pero la cabra tira para el monte, y en China y sus alrededores «hay muchas montañas». ¿Recorro China a pie unos meses? ¿Camino hasta los montes Altai y me dejo adoptar por alguna comunidad de chamanes? ¿Vuelvo a España por tierra en autostop?, me preguntaba. Las miles de opciones que se me ocurrían forjaban un monólogo -que no diálogo- interior que runruneaba incesantemente. En definitiva, tenía corazón y mente divididos en la dualidad que tantas veces me ha asaltado: ¿Sigo viajando o me quedo quieto? Llegué a pensar en dejar que el mismo Mao decidiera por mi, tirando una moneda al aire y dejando que el absurdo hecho de que su rostro mirase al suelo o no decidieran mi futuro. Pero me atraía China. Sentía que algo grande estaba cambiando en este país. Quería conocer a sus gentes y profundizar en su comprensión del mundo. Estaba decidido: me quedaba.

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Si no iba a viajar, «tenía prisa» por empezar esa nueva vida en China. Esa misma noche tomé un tren a Chengdu. Quería llegar lo antes posible. La idea no dejaba de resultar cómicamente absurda. Nunca había estado en China, mucho menos en Chengdu, y sin embargo era allí donde quería vivir. ¿Qué criterio podía tener para elegir una ciudad en que asentarme en un país del que solo conocía una capital de provincia, un pueblo fronterizo y una granja en que había pedido agua? Podría tratar de argumentar la decisión con una lista de motivos de coherencia menos discutible: la enorme comunidad de exiliados tibetanos de Chengdu y mi interés en esta etnia y cultura, estar cerca de ese mismo Tíbet, la afamada gastronomía sichuanesa, los lugares de peregrinación taoistas cercanos, los otros tantos atractivos de la región, las oportunidades para encontrar trabajo o algún documental que recordaba de pandas y bosques de bambú en los que mencionaban esta ciudad… Pero por encima de todo eso, era una corazonada lo que había hecho montarme en ese tren. Muchas veces me pregunto cómo sería mi vida si sólo actuase por instinto y corazonadas o si lo hiciera exclusivamente por decisiones meramente racionales.

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Acostumbrado a las clases más humildes de los trenes de India, aquella litera me pareció una maravilla. El artificial aire de la también artificial ventilación se impregnaba del olor a picante de los fideos de bote que todos -mis compañeros de vagón y yo-, comíamos. Otros tenían además fiambreras rellenas de variopintas comidas caseras. Ninguna se parecía a lo que hasta el momento conocía por «comida china», pero todas me atraían. «¿Cómo no va a gustarme un país que imprime tanta personalidad en su gastronomía?», pensaba. Anclado junto a la ventana, veía como un teatro pasar ante mi a la China rural. Entre los campos, a veces se levantaban enormes complejos de novísima construcción en los que podrían vivir un par de cientos de miles de personas. Sabía que China estaba cambiando, pero ignoraba en qué proporciones. Aquellos monstruos de hormigón eran levantados en un periquete para acoger al forzado éxodo de población rural a los que los nuevos tiempos han convertido en urbanitas. Y en una nación de mil cuatrocientos millones de personas, esos nuevos urbanitas son muchos. Empezaba a entender que no era sólo que China fuese grande, sino que todo en China debía ser a lo grande.

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Los veinte minutos antes de llegar a Chengdu se me dividió el corazón. Me sentía entre dos Chinas. Una la creaba la atmósfera de todos aquellos que viajaban en mi vagón, y con los que en la posible medida llevaba horas interaccionando (sí, a veces volvía la «gran muralla»). Por entender su lógica y cultura me crecía el interés a cada segundo. Otra se dibujaba al ritmo de los escasos no-sé-cuántos kilómetros por hora a los que el tren entraba en la ciudad. Bajo un cielo gris aparecían impersonales moles arquitectónicas del mismo tono que el cielo. El patrón constructivo que había visto en el campo era idéntico al que veía en la ciudad.  Chengdu, o lo que veía de ella, me pareció el lugar más triste del mundo. ¿Cómo podrían estas personas hacer toda su vida aquí? Medio centímetro de cristal separaban dos mundos que aunque obviamente sabía unidos, me costaba encajar. «¿Qué diantres se me habrá perdido a mi en China?», pensé por unos instantes. «¿Por qué no me quedaría en Kunming donde el cielo siempre presume de azul?»

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Bajé del tren con la pierna derecha rebelde y la izquierda curiosa. El inconsciente maquinaba (¿quizá sólo recordaba?) mil planes viajeros mientras dejaba atrás la estación. De repente, me vi rodeado de una aglomeración multicultural: chinos hans, tibetanos, uigures, huis, lisus, naxis, uzbecos, kazajos, mongoles y personas de un buen puñado de etnias caminaban a trompicones formando parte de una marabunta entre la que costaba avanzar.  Empezaba mi vida en Chengdu.