Tras haber peregrinado junto a una familia sikh al lago Hemkund Sahib y al Valle de las Flores, hice dedo hasta Badrinath. Era el último lugar que me faltaba para completar la Char Dham, una peregrinación a cuatro lugares sagrados del Himalaya. Me recogieron en un todoterreno abarrotado de gente, por lo que viajaba sobre su techo. Tardamos hora y media en recorrer los treinta kilómetros que nos separaban de Badrinath a través de una carretera sinuosa que varias veces nos hizo bajarnos a recoger piedras desprendidas. A cambio, tras cada curva se presentaba una visión del sobrecogedor paisaje que debaja sin palabras a todos los presentes.

Una vez en Badrinath caminé los tres kilómetros que me separaban Mana Gaon, un pueblecito de cuento enclavado en la pintoresca intersección del río Saraswati y el Alakhanda. Un tímido cartel a la entrada da la bienvenida al «último pueblo de India». Llegar hasta allí no es sencillo, por lo que a pesar de la importancia religiosa del lugar, los peregrinos son escasos. A mi me hizo mucha ilusión alcanzarlo, pues años atrás había aprendido que en una cueva cercana, Veda Vyas – uno de los sabios más conocidos del hinduismo-, dictó el Mahābhārata, libro pilar de esta fe, a su escriba, el mismísimo dios Ganesh, que suele representarse con forma de elefante.


La entrada de Badrinath.

Paisaje entre Badrinath y Mana Gaon.

Cueva donde se escribieron los Veda.

Habitante de Mana Gaon.

Aún tenía tiempo antes de que cayera la noche, así que cuando los locales me dijeron que a doce kilómetros encontraría la cascada de Vashudara, que me definieron como espectacular, no dudé en acercarme a conocerla. Debí tardar dos horas en llegar, recorriendo un valle de belleza sublime, donde el verde de las laderas degradaba verticalmente su color hasta convertirse en el blanco de las cumbres nevadas, que se evaporaba fundiéndose con las propias nubes. Sólo me crucé con un paisano en todo el camino, al que sólo entendí “goofa”, que en hindi significa cueva. A los pies de la cascada encontré, efectivamente, una cueva, y en su interior a un saddhu y su baba.

Los saddhus son santones del hinduismo, anacoretas que cortan cualquier lazo con la vida material y aspiran a través de la práctica del yoga a alcanzar la Moksha, o el estado de consciencia propicio para abandonar el ciclo de reencarnaciones. Baba es una palabra que en varias lenguas asiáticas significa “papá”, y el hinduismo suele referirse con ella a aquellos saddhus que alcanzada cierta maestría toman a otro saddhu a su cargo para instruirlo. Un baba tiene tanta necesidad de un saddhu como éste del primero.

La cueva se hundía en el suelo, y una construcción artificial la cubría en su exterior. El saddhu era el único de los dos que hablaba inglés, además de tener una cultura envidiable. Me analizaba sutilezas entre puntos comunes y discrepancias entre varias religiones del mundo con tal maestría que anoté absorto varias hojas de mi cuaderno con sus enseñanzas. Centrándonos en el budismo tibetano, y su evolución a través del tiempo, me recordó lo relativamente cerca que estábamos de este país ocupado. “Sólo hay que ir más al Norte”, fue una de sus últimas frases antes de quedarnos dormidos.


Peregrino que llevaba comida a la cueva.

Mana desde la distancia.

Al dormir allí, escuchábamos la cascada.

La cena.

Y así, con la primera luz del día ya estaba caminando, como mi amigo saddhu me dijera, hacia el Norte. No iba a abandonar tan rápidamente mi sueño de la infancia de conocer este país. A diferencia de lo que ocurría hasta la cascada, aquí ya no existía camino alguno, así que debía “inventármelo” yo mismo por donde juzgaba más conveniente. Cuando tenía sed, bebía del río. Caminaba a buen ritmo, seguro, y con toda mi ropa puesta. Pensé en avanzar todo lo que pudiera, y si en algún punto la orografía me lo impedía, volver por donde había venido. Exhausto al final del día, pues no hube parado ni un segundo, me acerqué a una cueva que encontré en la ladera. Me tumbé en el suelo, apoyando la cabeza sobre mi mochila, y pese a no haber comido en todo el día, me quedé dormido poco después a causa del agotamiento.


La famosa cascada de Vashudara.

A modo de mantra me repetía mentalmente “Tíbet, Tíbet”, mientras avanzaba tomando cada vez más altura por aquel valle, en cuyo final moría un glaciar de dimensiones colosales. La parte final del mismo, la que veía, no mediría menos de quince metros de altura. Vestía zapatillas de deporte, vaqueros, y dos camisetas, más otra de manga larga. En la mochila me restaban dos mudas, unos pantalones, aparte del cuaderno que usaba como diario y dos libros que me habían regalado. Me sentía ligero, pero eso no me evitaba temer que al girar el valle, encontrase otro glaciar, que me hubiera complicado, si no impedido, continuar. Tuve suerte. No pocas veces tuve que sortear algún tramo de hielo, pero estaba comenzando Septiembre, y las temperaturas no congelaban todavía todo el valle.

Cayendo la tarde, encontré otra cueva, donde vivía la única persona que encontré en dos días. El asceta que la habitaba me ganaba por goleada, no habiendo visto a nadie en más de tres meses. Tenía como toda posesión un par de recipientes para preparar té, una buena cantidad de esta planta, algunas patatas, otras zanahorias, dos libros de hinduismo y unas cerillas. Cuando le pregunté de qué se alimentaba, me señaló a los tubérculos, contándome como con eso tendría para todo el invierno. Nuestro organismo, me explicaba, no necesita tanta cantidad de comida como habituamos a darle. «Todo es una cuestión de cómo hemos educado al cuerpo, pero esto no solemos saberlo». El que en breve las nieves y hielo helasen aquel lugar, dejando a este anacoreta, y quienes habitasen cuevas cercanas, totalmente aislados hasta la primavera, me hizo creer lo que me contaba. Posteriormente aprendí que hay saddhus que aprenden a controlar tanto su cuerpo que se alimentan exclusivamente de té, otros de leche… Aquellos valles estaban flanqueados por enormes montañas, y nadie había jamás subido a la cima de muchas de ellas. Me nuevo amigo afirmaba que en algunas eran hogar de ciertas deidades, motivo por el que tantos anacoretas decidían buscar alguna cueva cercana para vivir.


El nublado camino al Tibet.

El nublado camino al Tibet.

No tenía reloj y las baterías de teléfono y cámara estaban agotadas, así que supongo que sería poco después del amanecer, con las primeras luces entrando por la cueva, cuando desperté y reanudé mi camino. Por lo que más tarde leería, sobrepasé cotas de más de cinco mil metros de altura, aunque nunca tuve pinchazos en el cerebro a causa de ello. Con la excepción de algunos minutos que me senté poco después de beber agua fundiendo nieve, anduve de nuevo todo ese día, sin parar. Ya no me importaba alcanzar o no el Tíbet. Recorrer aquellos valles que, eran suficiente recompensa y sobradamente justificaban la felicidad que gastaba aquellos días.

Jamás olvidaré el momento en que vi en la distancia un muro de piedra, que encerraba un pequeño refugio de idéntico material, y un numeroso rebaño de yaks, esos peludos animales naturales de estas tierras. Corrí hacia allí, queriendo confirmar mi sospecha de que debía haber alguien dentro. Abrí la pesada puerta de madera, comida por la humedad en sus extremos, cuando se presentó una imagen que recordaré de por vida: tres hombres, vestidos a la manera tradicional, sentados rodeando unas ramas en las que calentaban chai y tsampa. Me hubiera cortado un dedo por saber qué se les pasó por la cabeza al verme entrar exhausto, sudando mares y chorretones por todo el rostro, y vestido con unos vaqueros y camiseta sucios de días sin lavar. Pese a que ingenuamente saludé en inglés, tardaron varios segundos en reaccionar, y en dirigirme alguna palabra, casi tartamudeando, en tibetano. Rompiendo el hielo, pregunté señalando al suelo: “¿Bóo?”, única palabra de tibetano que conocía, y con la que se refieren a su país. Su afirmación provocó tal sonrisa en mi cara que también cambió las suyas. Lo había conseguido. Estaba en Tíbet.


Mapa de Google Earth mostrando desde el aire la zona que recorrí.

Estos caravaneros volvían a su poblado tras haber vendido sal en algún lugar del Este del país. Conté veintiocho yaks, animales que usan para la carga, y que al trasquilarlos dan el forro de las chubas – esas calientes prendas que visten los tibetanos-, y al ordeñarlos, una particular mantequilla que daba origen al tsampa. Ésta es una receta tradicional tibetana consistente en mezclar dicha grasa, de un agrio característico, con te, y a veces levadura u otro cereal. Es una grasienta fuente de calorías que permite sobrellevar el frío propio del Himalaya. Con el cielo ya oscuro, caímos rendidos, cuando, entre risas, parecía que el siempre útil lenguaje de gestos se decidía a echarnos un cable y hacernos entender mejor. A la mañana siguiente, tal y como despertaron, me explicaron que partían corriendo, pues temían que empezase a nevar. Pese a que alguna nube manchaba el cielo, a mi parecer no eran de tormenta. Pero siempre hay que dejarse orientar por quienes más saben de esto, y yo entre ellos era un pardillo en temas de metereología. Además, en diez días debía estar en Nueva Delhi para volar de vuelta a Europa, así que volver la opción más coherente. Les hubiera acompañado, siguiendo su invitación, pero sabía que la nieve de alguna tormenta en aquel lugar podría dejarme aislado mucho tiempo. Al explicarles gestualmente que volvía a India por donde había venido, se llevaban las manos a la cabeza. Me entregaron, a modo de amuleto, una mala -el rosario típico tibetano-, que en recuerdo de aquellos días, suelo llevar en el cuello, y unas patatas hervidas, de las que di buena cuenta en mi camino de vuelta.

Salvando los desniveles – ahora hacia abajo-, podía avanzar bastante más rápido, que unido a mi miedo por que el tiempo cambiase, me hacían casi correr, como si alguien me persiguiese, situación cuanto menos irónica, ya que me encontraba a cinco mil metros de altura, y no había un asentamiento en decenas de kilómetros. Gracias a los picos y glaciares que se veían, recordaba en qué punto del camino de vuelta estaba, y supe que gracias a la energía de ese día, había recorrido lo mismo que en los dos anteriores. Vi una enorme gruta y junto a ella una cueva. Procediendo como en la ida, me acerqué hasta ellas, y entré gateando en la segunda, donde me recibió una imagen sobrecogedora. Un saddhu de aspecto pintoresco, con un tridente shivaista clavado frente a él, encendía un pequeño fuego. Tenía el cuerpo cubierto con ceniza, y al verme entrar y saludarle en hindi y continuar conversación en inglés, me respondió sin inmutarse con gran perfección en esta lengua. Había estudiado Literatura Británica en Bombay, y pese a su vida acomodada en un país como India, había decidido devenir un saddhu. No es que fuera más feliz, me aseguraba, es que estaba donde debía estar.

En India es estiman unos seis millones de saddhus, y dentro de estos existen varias ramas. Mi nuevo amigo pertenecía a los aghori, grupo bastante criticado por sus prácticas esotéricas extremas. No sólo sorprende que llevasen la calavera de su maestro una vez muerto para usarla como recipiente alimenticio, sino que practicasen el canibalismo necrofágico, o la ingestión de heces y orina. Pese a todo esto, tras exponerle algunas de mis dudas sobre hinduismo, comenzamos una conversación que se alargó horas y que atesoro como la más interesante de todo ese viaje. Rompiendo con la extendida idea en Occidente de que estas personas viven en una dimensión paralela, lo que más me sorprendió fue el diseccionado análisis de cuanto ocurría y había ocurrido en el mundo, a escala macroscópica y microscópica, fundamentado en la psique humana, o esas fuerzas psicológicas que el hombre trata de domar en su interior. Conocer estas fuerzas, su origen, y en esencia, a uno mismo, me razonaba, era la clave para entender la vida.

Extenuado y con las piernas temblorosas del esfuerzo, pasé la primera cascada con la tarde del día siguiente a medio caer. Entré rápido en la cueva a agradecer a mi amigo saddhu lo que me había enseñado, y la conversación que fuera serendipia para que llegase al Tíbet. A pesar de no haber conocido este país como tal, ni llegado a Lhasa, el monte Kailash o el lago Mansarovar, me sentía pleno por la experiencia de aquellos días. Decidí continuar a Mana cuando supe que aquella noche maestro y baba realizaban ejercicios para los que intuí preferían estar solo, aunque nunca me lo dijeran así. Un par de horas después, distinguí Mana en el horizonte. Me senté nada más entrar junto a una casa donde vendían arroz con verduras, y pedí un bol rebosante que comí con la mano derecha en un santiamén. El dueño, al verme tan hambriento, me regaló otro igual cuando le conté de donde venía y que apenas había comido en cinco días. No sólo había perdido peso, sino que al sentarme, me apercibí de que la suela de las zapatillas se había agujereado.


Callejuela de Mana Gaon.

Volviendo a casa tras todo el día arando.

Mujeres bothia que cantaban durante la ceremonia.

Campesina bothia.

Mana Gaon está habitado sólo los meses estivales, pues el resto del año es literalmente cubierto por la nieve. Sus habitantes pertenecían a la etnia bothia, de origen mongoloide-tibetano. De hecho, el “both” con que comienza su nombre alude al mismo “Bod” con que los tibetanos se refieren a su tierra, aunque los propios bothia prefieren asociarse con los clanes rajputs del Rajastán que migraron en durante el siglo XV al Tíbet, donde instalaron colonias, y a la vuelta a India se establecieron en los altos valles del Himalaya, donde me encontraba. Existen tres ramas dentro de los bothia: aquella que habita principalmente en Sikkim, la que lo hace en Bhután, y ésta, acotada a la zona denominada Gharwal. Hablan bothi, una lengua que necesita de caracteres tibetanos para transcribirse, y que había escuchado meses atrás en Laddakh. Sea como sea, una de las peculiaridades de este pueblo es la religión que practican, compuesta por una mezcla de animismo, budismo bonpo e hinduismo. Así se explica que muchos bothias lleven colgando huesos de animales o ancestros a modo de amuletos, siguiendo la creencia animista de que su espíritu les protege, o pinten su frente un bindi, ese punto característico de la fe hinduista con el que imploran protección a las deidades.


Tejedora con su hijo juguetón.

Paisanas bothia, auténticas maestras del tejer.

Caminando entre sus calles, camino a Badrinath, una artesana tejía con un artefacto de madera, bastante tradicional. Al pararme a jugar con su hijo -y a descansar, pues estaba físicamente derrotado- me probó un gorro de lana de yak que me impidió pagarle. Pero la sorpresa vendría minutos después. Al escuchar cantos en el centro del pueblo, me acerqué curioso, descubriendo a unas mujeres cantando. Me senté cerca, junto a un abuelete bonachón que encendía una fogata, siendo objetivo de la atenta y curiosa mirada de todos los presentes. Un joven se me acercó, y explicó que estaban agradeciendo los buenos cultivos de la temporada, y homenajeando a algunos muertos. Cuando tradujo a sus paisanos el motivo de mi viaje a India, y cómo había llegado allí, me hicieron un rito en el que de alguna manera me daban la bienvenida a su religión. En parte era debido a que, como me contaban, en 1962 el gobierno hindú prohibió la entrada en Tíbet a través del paso Mana, por donde yo había entrado, y que era a veces usado por los bothia con fines comerciales. Controlar el paso montañoso es harto difícil, así que el ejército construyó un cuartel cercano a Mana, y los bothias resignados debieron cesar su actividad. Desde entonces no transitan esa ruta y el saber que venía de recorrerla les alegró.


Me bautizan con un bindi en la frente y me obsequian con arroz.

Plaza donde se realizaba la ceremonia.

Me quedé hasta caer la noche con ellos, siendo invitado al interior de sus casas, a conocer instrumentos y tótems para ceremonias y a jugar con los niños. Llegué de noche a Badrinath, donde me quedé un par de días fascinado por la vida espiritual de su ciudad, antes de dirigirme a Rishikesh para convivir unos días en un ashram a orillas del Ganges. Desde allí tomé un autobús a Delhi, para volar de regreso a Europa. Pero todo eso, será otra historia…