La historia que hoy escribo empezó hace algo más de un año y acabó hace diez días. Había llegado a China con los bolsillos vacíos y dispuesto a buscarme allí una vida, y es que tras más de un año de viaje ininterrumpido – aunque fuera con un presupuesto de risa -, el bolsillo no daba para más. Había llegado en tren a Chengdu, y paseando entre la multitud de la estación pensaba cómo sería vivir en aquel país en el que nunca había estado. Al rato de llegar conocí a Lois, un tipo que acaparaba la atención de absolutamente todos los transeúntes al pasearse vestido de vikingo por el mismísimo centro de una ciudad de catorce millones de habitantes. Era profesor y se había disfrazado así para dar clase a sus alumnos. Por entonces ignoraba que días después yo también sería profesor.

Desde el principio hicimos buenas migas. Me invitó a dormir en un colchón de su cuarto hasta que su compañero de piso decidió convertir la casa en una academia, obligándome con ello a cambiar de lugar. Me mudé al dormitorio más barato de la ciudad, donde compartía habitación con diez chinos que cada noche roncaban como si compitieran entre ellos por lograr un record de decibelios, regalándome la oportunidad de ser el insomne y desesperado testigo del espectáculo y robándome varias horas de descanso cada día. Días después, Lois decidió cambiar de casa y me propuso hacerlo juntos. Lo mejor de la propuesta, que acepté tal y como la pronunció, es que venía con reto. Su madre venía a visitarlo y necesitaba un lugar donde alojarla. Teníamos tres días para encontrar una casa para vivir en China.

Probamos en varias agencias de alquiler y nos enseñaron muchas casas. Muchas de verdad. Nos mostraron algunas con rincones esperpénticos que desataban la broma fácil: una tenía una habitación que requería desplazar toda la cama para abrir la puerta. Otra tenía una cama empotrada forzando la vista a una pared con un dedo de moho que se movía a ritmo del extractor de gas de la cocina, que estaba mal empotrado en la habitación. Otra, al no tener ningún pasillo, obviaba la intimidad de cualquier habitáculo habiendo conectado en línea cada una de las dependencias (incluyendo cocinas y baños) a la anterior. Ninguno de los dos somos quisquillosos ni necesitamos un palacete como hogar. Mi único requisito era que en mi cuarto cupiese una mesa donde poder escribir, pero ninguna propuesta lo satisfacía. Con la noche ya ennegreciendo el cielo seguíamos sin haber encontrado nada que nos atrajera. Con la esperanzadora última llave del manojo colgando de la mano de su empleada, caminábamos por una calle oscura de un barrio por en el que nunca habíamos estado. La casa nos encantó y tan pronto la vimos decidimos quedárnosla. Lo bueno se había hecho esperar. Teníamos casa. Y por ende, teníamos barrio.

Y sin saberlo, ese sería el mayor choque de aquel tiempo en China. Tras más de un año  de ininterrumpidos romances de tres o cuatro días con ciudades en varios países, había pasado a tener la mía. Mi ciudad. Y con ella un barrio. Mi barrio. Y mi casa. Y mi parada de metro. Y mi parada de autobús. Y mi tienda de verduras. Y mi tienda de frutas. Y mi restaurante. Y mis otros restaurantes. Y mi mercado. Y mi súpermercado. Y mi puestecillo de desayunar. Y así podría seguir una interminable lista de posesivos maquillando esa ilusa sensación de que realmente parte de aquello era, de alguna manera, mio.  Ese vano intento del lenguaje por persuadirnos de que un lugar se puede poseer. Y es que el propio título de estas líneas, “Tengo un barrio”, se cae por el propio peso de su absurdo tan pronto se le dedica un par de segundos a recapacitar sobre su incoherencia. La misma que el que escribe estas líneas – defensor de que no poseemos más que el propio tiempo – experimentó durante cada día de aquellos doce meses en los que sintió que tenía un barrio en China.

En contraposición a la dinámica cambiante del viaje, en el que el lugar del sueño y comida diarios quedan frecuentemente relegados a la magia del azar (¡Y bendito azar!), tener un barrio me devolvió a ese espacio de comodidad que los psicólogos actuales llaman “círculo de comfort”: un lugar en cuya definida geometría te sientes cómodo por conocer su funcionamiento. Si necesitaba comprar una manzana, pelota de ping-pong, arroz o un lápiz, sabía dónde dirigirme sin mucho titubear y a veces hasta podía tratar por su nombre a quien me lo vendía. Si quería los fideos con menos de este picante y más de este otro, en la tasca de siempre no hacía falta que lo aclarase cada vez que iba, cosa además muy útil cuando debía hacerlo en un idioma que apenas hablaba. Allí no sólo sabían quién era y lo que suelo pedir, sino que en la sonrisa que me esbozaban al verme aparecer cuando en unos días no había pasado por allí iba implícito un “¿Qué tal?, ¡Cuánto tiempo!” que desprende confianza.

Mi gran reto personal en China era entender a sus habitantes, algo tan fácil de teclear como difícil de hacer. Aquellos primeros días yo ignoraba por completo la magnitud de esa dificultad y todos sus pormenores y sutilezas. Tenía claro que en un país de cultura tan diametralmente opuesta a la mia la diferencia no estaba la apariencia de su arquitectura, idiomas o gastronomía, sino en la visión del mundo que las había concebido tan diferentes. Y al margen de mi trabajo, que me permitía escudriñar a mi antojo y pasear por la mente de los chinos, mi barrio se convertía en una China en miniatura para estudiar a la microscópica escala que permiten cuatro calles la macrodimensión cultural del tercer país más extenso del mundo.

Y así, entre mis lugares favoritos, los que me resultaban más curioso o los que me acercaban a la cultura china, fui confeccionando poco a poco un particular y subjetivo mapa del barrio. En él está el restaurante uigur (una de las cincuenta y seis etnias reconocidas por el gobierno chino, procedentes del Turquestán) donde nos preguntaban a Lois y a mi si éramos musulmanes (los chinos nunca llevan barba y la nuestra les ponía en fácil duda) mientras te hacían la pasta fresca en el mismo instante en que la pedías, el de los platitos de verduras que tanto gustaba a Carmen, otro restaurante lleno de obreros al que iba mis primeras semanas y señalaba con un dedo el menú en chino de la pared sin saber hasta que el plato llegaba a la mesa ni siquiera la textura de lo que iba a ingerir.

Ahí está también la tiendas de frutas y verduras, cuyo dueño siempre me saludaba con sus únicas palabras en inglés: “Ok, Ok” y que me recomendaba las mejores mandarinas. Y el señor que hacía edredones calentísimos junto al shao kao (una suerte de barbacoa china), que siendo el único restaurante abierto más allá de las ocho de la tarde nos ha dado de cenar muchas noches. Y el supermercado cuyos tenderos nos hacían fotos los primeros días que bajábamos a comprar  sorprendidos de encontrar extranjeros en su establecimiento, los cuatro sex-shops que tenía a menos de trescientos metros de mi casa (los hay por toda la ciudad) y que me hicieron sospechar que algo no iba demasiado bien en la vida íntima de mis vecinos. Y aquellas tiendas de vísceras, entrañas y demás partes de animales que en la parte del mundo en que nací son generalmente consideradas nada apetecibles.

A pesar de todos esos lugares, pronto entendí que lo mejor del barrio es que tiene su gente y con ella viene su vida. Gente con la que te cruzas en las escaleras, ascensor, mercado, restaurantes o la misma calle. Gente que te sirve de despertador jugando al ping pong desde el amanecer. Gente que baja a pasear o comprar en pijama. Gente que usa usa sus ventanas para secar chorizos o trozos de fruta seca con los que hacer té. Gente que madruga y hace cola para jugar al mayong, un popular juego de mesa chino. Gente que usa cualquier esquina para hacer lo mismo con las cartas. Gente que se reune para hacer tai-chí en grupo en la misma puerta de tu casa. Gente que podría escribir estas mismas líneas porque todo lo que tenéis en común es exactamente lo mismo: el barrio, y que con su rutina te recuerdan que estás en China.

Es la misma gente con la que un día casi sin quererlo estuve en un entierro, en una de esas carpas que siguiendo la costumbre del país mis vecinos habían montado frente a casa, y por la que todos los allegados y vecinos pasan a dar un último adiós al fallecido y pésame a la familia. Éstos, pese al dolor, ofrecen comida y bebidas. Es la misma gente que rindiendo homenaje a sus difuntos los días que su calendario manda hacerlo me invitaron a unirme a su rito, quemando ofrendas y ofreciendo comida a sus antepasados como si fueran de mi propia familia.

En el barrio, como dije, tenía una casa, y en la casa, ventanas, que como butacas de teatro me dejaban entrever un escenario de cambio que creo que en el futuro estudiará la Historia: la China que vive y crece vertiginosamente a su alrededor. Los edificios que nos rodeaban parecían levantarse por días, evidenciando que cada vez más gente cambia las zonas rurales por la ciudad y sobre todo un desmesurado crecimiento económico del país. He visto abrir tantas nuevas tiendas en la misma calle (con toda la parafernalia floral que adorna su inauguración) que casi pensé en abrir yo otra.  Pese a la rica vida de la calle, en el barrio entendí cuánto comparten las casas con las personas: en ambas la única acción realmente interesante y trascendente ocurre en el interior. Entre esas paredes ha habido conversaciones hasta el amanecer, fiestas, comilonas y ayunos, amor y desamor, historias y reflexiones que parecerían hubieran asustado al mismo Kafka, visitas de la policía de extranjeros… 

Esa casa fue, eso empiezo a verlo con la distancia, la perfecta base para armar las piezas de ese puzzle que es el universo chino y darle de paso un buen repaso al propio. Además, tener un hogar me permitió devolver una pequeña parte de la hospitalidad que había recibido viajando. En muchas zonas del mundo recibir a un viajero es un regalo de la providencia y en otras simplemente un frecuente gesto de amabilidad. En mis viajes suman decenas las casas de todos los tipos en las que he sido bienvenido. La nuestra tenía también las puertas abiertas y por ella, entre sofás, colchonetas, colchones y camas tuvimos la fortuna de recibir los aires frescos del viaje que traían las mochilas de DaniNenad, Anna, Sonia y Alberto, Sofía, Pablo e Ilze, Andrés, Lluís y Nuria, Mia, Harry

Nota: Escribí este texto tras pasear una última vez por la zona en que viví en China, aunque nunca lo publiqué. Hoy, en la nostalgia de aquellos días, releí el texto, cambié alguna frase, le puse fotos y lo comparto por aquí, sabiendo que aunque no explique con un mínimo de profundidad ninguno de los temas que toca, el simple hecho de recordar lo que sentía aquel día en que lo escribí me hace volver a vibrar. Al final, ya lo dije, en las personas, como en las casas, la única acción verdaderamente importante ocurre de puertas para adentro.  Van también con estas líneas y fotos mis gracias a Carmen, que en los meses que allí pasó hizo de la casa un lugar aún mejor en que vivir y a Lois, una incombustible alma vikinga con quien compartiría paredes una y mil veces más.